lunes, 20 de septiembre de 2021

HERMANN HESSE

 Los dos mundos



Comienzo mi historia como un acontecimiento de la época en que yo tenía diez años e

iba al Instituto de letras de nuestra pequeña ciudad.

Muchas cosas conservan aún su perfume y me conmueven en lo más profundo con

pena y dulce nostalgia: callejas oscuras y claras, casas y torres, campanadas de reloj y

rostros humanos, habitaciones llenas de acogedor y cálido bienestar, habitaciones llenas

de misterio y profundo miedo a los fantasmas. Olores a cálida intimidad, a conejos y a

criadas, a remedios caseros y a fruta seca. Dos mundos se confundían allí: de dos polos

opuestos surgían el día y la noche.

Un mundo lo constituía la casa paterna; más estrictamente, se reducía a mis padres.

Este mundo me resultaba muy familiar: se llamaba padre y madre, amor y severidad,

ejemplo y colegio. A este mundo pertenecían un tenue esplendor, claridad y limpieza; en

él habitaban las palabras suaves y amables, las manos lavadas, los vestidos limpios y las

buenas costumbres. Allí se cantaba el coral por las mañanas y se celebraba la Navidad.

En este mundo existían las líneas rectas y los caminos que conducen al futuro, el deber

y la culpa, los remordimientos y la confesión, el perdón y los buenos propósitos, el amor

y el respeto, la Biblia y la sabiduría. Había que mantenerse dentro de este mundo para

que la vida fuera clara, limpia, bella y ordenada.

El otro mundo, sin embargo, comenzaba en medio de nuestra propia casa y era

totalmente diferente: olía de otra manera, hablaba de otra manera, prometía y exigía

otras cosas. En este segundo mundo existían criadas y aprendices, historias de

aparecidos y rumores escandalosos; todo un torrente multicolor de cosas terribles,

atrayentes y enigmáticas, como el matadero y la cárcel, borrachos

y mujeres chillonas, vacas parturientas y caballos desplomados; historias de robos,

asesinatos y suicidios. Todas estas cosas hermosas y terribles, salvajes y crueles, nos

rodeaban; en la próxima calleja, en la próxima casa, los guardias y los vagabundos

merodeaban, los borrachos pegaban a las mujeres; al anochecer las chicas salían en

racimos de las fábricas, las viejas podían embrujarle a uno y ponerle enfermo; los

ladrones se escondían en el bosque cercano, los incendiarios caían en manos de los

guardias. Por todas partes brotaba y pululaba aquel mundo violento; por todas partes,

excepto en nuestras habitaciones, donde estaban mi padre y mi madre. Y estaba bien

que así fuera. Era maravilloso que entre nosotros reinara la paz, el orden y la

tranquilidad, el sentido del deber y la conciencia limpia, el perdón y el amor; y también

era maravilloso que existiera todo lo demás, lo estridente y ruidoso, oscuro y brutal, de

lo que se podía huir en un instante, buscando refugio en el regazo de la madre.

Y lo más extraño era cómo lindaban estos dos mundos, y lo cerca que estaban el uno

del otro. Por ejemplo, nuestra criada Lina, cuando por la noche rezaba en el cuarto de

estar con la familia y cantaba con su voz clara, sentada junto a la puerta, con las manos

bien lavadas sobre el delantal bien planchado, pertenecía enteramente al mundo de mis

padres, a nosotros, a lo que era claro y recto. Pero después, en la cocina o en la leñera,

cuando me contaba el cuento del hombrecillo sin cabeza o cuando discutía con las

vecinas en la carnicería, era otra distinta: pertenecía al otro mundo y estaba rodeada de

misterio. Y así sucedía con todo; y más que nada conmigo mismo. Sí, yo pertenecía al

mundo claro y recto, era el hijo de mis padres; pero adondequiera que dirigiera la vista

y el oído, siempre estaba allí lo otro, y también yo vivía en ese otro mundo aunque me 

resultara a menudo extraño y siniestro, aunque allí me asaltaran regularmente los

remordimientos y el miedo. De vez en cuando prefería vivir en el mundo prohibido, y

muchas veces la vuelta a la claridad, aunque fuera muy necesaria y buena, me parecía

una vuelta a algo menos hermoso, más aburrido y vacío. A veces sabía yo que mi meta

en la vida era llegar a ser como mis padres, tan claro y limpio, superior y ordenado

como ellos; pero el camino era largo, y para llegar a la meta había que ir al colegio y

estudiar, sufrir pruebas y exámenes; y el camino iba siempre bordeando el otro

mundo más oscuro, a veces lo atravesaba y no era del todo imposible quedarse y

hundirse en él. Había historias de hijos perdidos a quienes esto había sucedido, y yo las

leía con verdadera pasión. El retorno al hogar paterno y al bien era siempre redentor y

grandioso, y yo sentía que aquello era lo único bueno y deseable; pero la parte de la

historia que se desarrollaba entre los malos y los perdidos siempre resultaba más

atractiva y, si se hubiera podido decir o confesar, daba casi pena que el hijo pródigo se

arrepintiese y volviera. Pero aquello no se decía y ni siquiera se pensaba; existía

solamente como presentimiento y posibilidad, muy dentro de la conciencia. Cuando

imaginaba al diablo, podía representármelo muy bien en la calle, disfrazado o al

descubierto, en el mercado o en una taberna, pero nunca en nuestra casa.

Mis hermanas pertenecían también al mundo claro. Estaban, así me parecía a mí, más

cerca de nuestros padres; eran mejores, más modosas y con menos defectos que yo.

Tenían imperfecciones y faltas, pero a mi me parecía que no eran defectos profundos;

no les pasaba como a mí, que estaba más cerca del mundo oscuro y sentía, agobiante y

doloroso, el contacto con el mal. A las hermanas había que respetarías y cuidarlas como

a los padres; y cuando se había reñido con ellas se consideraba uno, ante la propia

conciencia, malo, culpable y obligado a pedir perdón. Porque en las hermanas se ofendía

a los padres, a la bondad y a la autoridad. Había misterios que yo podía compartir mejor

con el más golfo de la calle que con mis hermanas. En días buenos, cuando todo era

radiante y la conciencia estaba tranquila, era delicioso jugar con las hermanas, ser

bueno y modoso con ellas y verse a sí mismo con un aura bondadosa y noble. ¡Así debía

sentirse uno siendo ángel! Era la suma perfección que conocíamos; y creíamos que debía

ser dulce y maravilloso ser ángel, rodeado de melodías suaves y aromas deliciosos como

la Navidad y la felicidad. ¡Y qué pocas veces seguíamos aquellos momentos y aquellos

días! En los juegos -juegos buenos, inofensivos, permitidos- yo era de una violencia

apasionada, que acababa por hartar a mis hermanas y nos llevaba a la riña y al

desastre; y cuando me dominaba la ira, me convertía en un ser terrible que hacia y

decía cosas cuya maldad sentía profunda y ardientemente mientras las hacía y decía.

Luego venían las horas espantosas y negras del arrepentimiento y la contrición, el

momento doloroso de pedir perdón hasta que surgía un rayo de luz, una felicidad

tranquila y agradecida, sin disensión, que duraba horas o instantes.

Yo iba al Instituto de letras. El hijo del alcalde y el del guardabosques mayor eran

compañeros míos de clase y a veces venían a mi casa; eran chicos salvajes pero que

pertenecían al mundo bueno y permitido. A pesar de ello, mantenía amistad estrecha

con chicos vecinos, alumnos de la escuela de primera enseñanza a quienes

generalmente despreciábamos. Con uno de ellos he de empezar mi relato.

Una tarde en que no teníamos clase -andaba yo por los diez años- vagaba con dos

chicos de esta vecindad cuando se nos unió un chico mayor, más fuerte y brutal que

nosotros, de unos 13 años, alumno de la escuela e hijo de un sastre. Su padre era un

bebedor crónico y toda la familia tenía mala fama. Yo conocía bien a Franz Kromer; le

tenía miedo y no me gustó que se uniera a nosotros. Tenía ya modales de hombre e

imitaba los andares y la manera de hablar de los jóvenes obreros de las fábricas. Bajo su

mando descendimos a la orilla del río, junto al puente, y nos ocultamos a los ojos del

mundo bajo el primer arco. La estrecha orilla entre la pared arqueada del puente y el

agua, que fluía lentamente, estaba cubierta de escombros, cacharros rotos y trastos,

ovillos enredados de alambre oxidado y otras basuras. Allí se encontraban de vez en

cuando cosas aprovechables; bajo la dirección de Franz Kromer nos pusimos a registrar

el terreno para traerle lo que encontrábamos. Franz Kromer se lo guardaba o lo tiraba al

agua. Nos llamaba la atención sobre objetos de plomo o zinc, y luego se lo guardaba

todo, hasta un viejo peine de concha. Yo me sentía muy cohibido en su compañía; y no 

porque supiera que mi padre me prohibiría tratarme con él si se enteraba, sino por

miedo a Franz mismo. Sin embargo, estaba contento de que me aceptara y me tratara

como a los demás. Franz daba las órdenes y nosotros obedecíamos como si aquello

fuera una vieja costumbre, aunque en verdad era la primera vez que estaba con él.

Por fin nos sentamos en el suelo. Franz escupía al agua, haciéndose el hombre;

escupía por el colmillo y daba siempre en el blanco. Se inició una conversación y los

chicos empezaron a fánfarronear de sus hazañas escolares y sus travesuras. Yo me

callaba, pero temía llamar la atención con mi silencio y despertar la ira de Kromer.

Desde un principio mis dos compañeros se habían apartado de mí y unido a él. Yo era un

extraño entre ellos y sentía que mis vestidos y mi manera de comportarme les

provocaban. Era imposible que Franz me aceptara a mí, niño bien y alumno del

Instituto; los otros dos chicos -yo me daba cuenta- renegarían de mí en el momento

decisivo y me dejarían en la estacada.

Por fin, de puro miedo que tenía, empecé también a contar. Me inventé una historia

de ladrones y me adjudiqué el papel de héroe principal. Les conté que en un huerto

cerca del molino había robado por la noche, con la ayuda de un amigo, un saco de

manzanas; pero no de manzanas corrientes sino de reinetas y verdes doncellas de las

más finas. Huyendo de los peligros del momento me refugié en aquella historia, ya que

inventar y narrar me resultaba fácil. Tiré de todos los registros con tal de no terminar en

seguida y quizás enredarme en cosas peores. Uno de nosotros, seguí contando, tenía

que hacer de guardia mientras el otro, subido en el árbol, tiraba las manzanas. El saco

pesaba tanto que al final tuvimos que abrirlo y dejar allí la mitad del contenido; pero al

cabo de media hora volvimos por el resto.

Al terminar mi relato esperé algún aplauso; al fin y al cabo, había entrado en calor

dejándome arrastrar por la fantasía. Sin embargo, los dos chicos más pequeños se

quedaron callados, a la expectativa, y Franz Kromer, observándome con ojos

escrutadores, me preguntó en tono amenazador:

- ¿ Eso es verdad?

-Sí -contesté.

-¿De veras?

-Sí, de veras -aseguré, mientras el miedo me ahogaba.

-¿Lo puedes jurar?

Me asusté mucho, pero dije en seguida que sí.

-Entonces di: lo juro por Dios y mi salvación eterna.

Yo repetí:

-Por Dios y mi salvación eterna.

-Bien -dijo, y se apartó de mí.

Yo pensé que con esto me dejaría en paz; y me alegré cuando se levantó, poco

después, y propuso regresar. Al llegar al puente dije tímidamente que tenía que irme a

casa.

-No correrá tanta prisa -rió Franz-, llevamos el mismo camino.

Franz seguía caminando lentamente y yo no me atreví a escaparme, porque en

verdad íbamos hacia mi casa. Cuando llegamos y vi la puerta con su grueso picaporte

dorado, la luz del sol sobre las ventanas y las cortinas del cuarto de mi madre, respiré

aliviado. La vuelta a casa. ¡Venturoso regreso a casa, a la luz, a la paz!

Abrí rápidamente la puerta, dispuesto a cerrarla detrás de mí, pero Franz Kromer se

interpuso y entró conmigo. En el zaguán fresco y oscuro, que recibía sólo un poco de luz

del patio, se acercó a mí y, cogiéndome del brazo, dijo:

-Oye, no tengas tanta prisa.

Le miré asustado. Su mano atenazaba mi brazo con una fuerza de hierro. Me

pregunté qué se propondría y si quizá me quería pegar. Si yo gritara ahora, pensé, si

gritara fuerte, ¿bajaría alguien tan de prisa como para salvarme? Pero no lo hice.

-¿Qué pasa? -pregunté-. ¿Qué quieres?

-Nada especial. Quería preguntarte algo. Los otros no necesitan enterarse.

-¡Ah, bueno! ¿Qué quieres que te diga? Tengo que subir.

-Tú sabes a quién pertenece el huerto junto al molino, ¿verdad? -dijo Franz muy bajo.

-No lo sé. Creo que al molinero. 

Franz me había rodeado con el brazo y me atrajo a sí de tal manera que tenía que

mirarle a la cara muy de cerca. Sus ojos tenían un brillo maligno, sonreía torvamente y

su rostro irradiaba crueldad y poder.

-Oye, pequeño, te diré de quién es el huerto. Hace tiempo que sé lo del robo de las

manzanas y que el propietario ha prometido dos marcos al que le diga quién robó la

fruta.

-¡Santo Dios! -exclamé-. ¿Pero no irás a decírselo?

Me di cuenta de que no serviría de nada apelar a su sentido del honor. Pertenecía al

«otro» mundo; para él la traición no era un crimen. Lo sabía perfectamente. En estas

cosas la gente del «otro» mundo no era como nosotros.

-¿No decir nada? -rió Kromer-. Amigo, ¿crees que falsifico monedas y que puedo

fabricar de dos marcos cuando quiera? Soy bastante pobre, no tengo un padre rico como

tú; y si puedo ganarme dos marcos aprovecho la ocasión. Quizá me dé aún más. Me

soltó de pronto. Nuestro zaguán no olía ya a paz y a seguridad. El mundo se desmoronó

a mi alrededor. Me denunciaría; yo era un delincuente. Se lo dirían a mi padre y quizá

vendría hasta la policía a casa. Me amenazaban todos los horrores del caos; todo lo feo

y todo lo peligroso se alzaba contra mí. Que en realidad yo no hubiera robado, carecía

de importancia. Y además había jurado. ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Me brotaron las lágrimas. Se me ocurrió que podría pagarle mi rescate y busqué

desesperadamente en mis bolsillos. Ni una manzana, ni una navaja: no tenía nada.

Entonces me acordé de mi reloj, un viejo reloj de plata que no funcionaba y que yo

llevaba por llevar. Había pertenecido a nuestra abuela. Lo saqué rápidamente.

-Kromer -dije-, escucha, no me denuncies, no estaría bien. Toma, te regalo mi reloj,

no tengo otra cosa. Te lo puedes quedar. Es de plata, y la maquinaria es buena; tiene

sólo un pequeño fallo, pero se puede arreglar.

Kromer sonrió y tomó el reloj con su manaza. Miré aquella mano y me di cuenta de lo

brutal y hostil que me era, de cómo amenazaba mi vida y mi paz.

-Es de plata -dije tímidamente.

-Me importa tres pitos tu plata y tu reloj -dijo con profundo desprecio-. Arréglalo tú.

-¡Pero, Franz! -grité, temblando y temiendo que se fuera-. ¡ Espera, toma el reloj!

¡Es de plata, de verdad, y no tengo otra cosa!

Me miró fría y despectivamente.

-Bueno, ya sabes dónde voy a ir. O también se lo puedo decir a la policía. Conozco

bien al sargento.

Se volvió para salir y yo le retuve por la manga. Aquello no podía suceder. Hubiera

preferido antes morir que tener que soportar todo lo que pasaría si él se iba.

-Franz -imploré ronco de excitación-, ¡no hagas tonterías! Es sólo una broma, ¿ no?

-Sí, una broma; pero puede salirte muy cara.

-Dime lo que tengo que hacer, Franz. Haré lo que sea.

Me miró de arriba abajo guiñando los ojos y volvió a reírse.

-¡No seas tonto! -dijo con falsa amabilidad-. Tú sabes tan bien como yo de qué se

trata. Puedo ganarme dos marcos, y yo no soy un rico como tú para tirarlos. Tú lo

sabes. Eres rico, tienes hasta un reloj. No necesitas más que darme esos dos marcos, y

todo irá sobre ruedas.

Ahora comprendí la lógica. Pero ¡dos marcos! Para mí era tanto y tan imposible como

diez, cien o mil marcos. Yo no disponía de dinero. Tenía una hucha, que estaba en el

cuarto de mi madre, en la que había algunas monedas, de las visitas de los tíos y de

otras ocasiones parecidas. Aparte de esto, no tenía nada. Por entonces no me daban aún

dinero para mis gastos.

-No tengo nada -dije tristemente-. No tengo dinero. Pero te daré todo lo que tengo:

un libro de indios, y soldados, y una brújula. Ahora te los bajo.

Kromer sólo torció su boca agresiva y peligrosa y escupió en el suelo.

-No digas estupideces -dijo en tono imperativo-. Puedes guardarte todas tus

porquerías. ¡Una brújula! Mira, no hagas que me enfade y dame el dinero.

-¡Pero si no tengo! No me dan nada. ¡No tengo la culpa!

-Bueno, tú tráeme mañana los dos marcos. Te espero después del colegio en el

mercado. Asunto terminado. Si no me traes el dinero, ¡prepárate! 

-¿Pero de dónde voy a sacarlo? ¡Por Dios, si no lo tengo!

-En tu casa hay dinero de sobra. Arréglatelas como puedas; así que mañana después

del colegio. Y te aseguro que si no me lo traes...

Me lanzó una mirada terrible, escupió otra vez y desapareció como una sombra.

No podía subir a casa. Mi vida estaba destrozada. Pensé escaparme para no volver

más o tirarme al río; pero no eran ideas claras. Me senté a oscuras en el último peldaño

de la escalera, me hice un ovillo y me entregué a mi desgracia. Allí me encontró llorando

Lina, cuando bajó a coger leña con una cesta.

Le pedí que no dijera nada y subí. En el perchero, junto a la puerta de cristal,

colgaban el sombrero de mi padre y la sombrilla de mi madre; el hogar y la ternura me

salían al encuentro en aquellos objetos, y mi corazón les saludó agradecido y suplicante,

como el hijo pródigo a las viejas estancias de la casa paterna. Pero todo aquello ya no

me pertenecía; era el mundo claro de los padres y yo me había hundido profunda y

culpablemente en el torrente desconocido. Me había enredado en la aventura y el

pecado, me amenazaba el enemigo, y me esperaban peligros, miedo y vergüenza. El

sombrero y la sombrilla, el viejo suelo de ladrillo, el gran cuadro sobre el armario del

pasillo, y desde el cuarto de estar la voz de mis hermanas mayores: todo aquello me

resultaba más querido, más delicado y valioso que nunca, pero ya no era un consuelo y

un bien seguro, sino un vivo reproche. Esto ya no era mío; yo no podía participar más

de su alegría y tranquilidad. Llevaba en las botas barro que no podía limpiar en el

felpudo, y traía conmigo sombras de las que el mundo del hogar nada sabía. Cuantos

secretos y temores había yo tenido, habían sido un juego y una broma comparado con lo

que traía hoy a estas habitaciones. El destino me perseguía; hacia mí se tendían unas

manos de las que mi madre no podía protegerme y de las que nada debía saber. Que mi

delito fuera hurto o mentira -¿no había jurado por Dios y mi salvación?- importaba poco.

Mi pecado no era esto o aquello; mi pecado era haber dado la mano al diablo. ¿Por qué

había ido con ellos? ¿Por qué había obedecido a Kromer en vez de a mi padre? ¿Por qué

había inventado la historia del robo? ¿Por qué me había vanagloriado de un delito como

si se tratara de una hazaña? Ahora el diablo me tenía agarrado por la mano; ahora el

enemigo me perseguía.

Por un momento no sentí miedo por el día siguiente sino la terrible certidumbre de

que mi camino iba cuesta abajo, hacia las tinieblas. Sentía claramente que a mi delito

seguirían forzosamente otros, que mi presencia ante mis hermanas, mi saludo y mis

besos a mis padres eran mentira porque yo llevaba en mí un destino y un secreto que

escondía ante ellos.

Durante un instante tuve un destello de confianza y esperanza al ver el sombrero de

mi padre. Podía decirle todo y aceptar su sentencia y su castigo; podía hacerle mi

confidente y mi salvador. Esto sólo significaría una penitencia, como lo había hecho

muchas veces, una hora difícil y amarga, un pedir perdón arrepentido y contrito.

¡Qué dulce me parecía aquello! ¡Cómo deseaba hacerlo! Pero era imposible. Sabía que

no lo haría. Sabía que ahora guardaba un secreto, una culpa que tenía que llevar yo

solo. Quizá me encontraba ahora en un momento crucial; quizás iba a pertenecer desde

ahora al mundo de los malos, a compartir secretos con los malvados, a depender de

ellos, a obedecerles y a convertirme en uno de ellos. Había jugado a ser hombre y héroe

y ahora tenía que soportar las consecuencias.

Me gustó que, al entrar, mi padre se fijara en mis zapatos mojados. Aquello distraería

su atención; así no se daría cuenta de lo peor y yo podía cargar con una reprimenda que

en secreto trasladaba a la otra culpa. Al mismo tiempo surgió en mí un extraño y nuevo

sentimiento lleno de espinas. ¡Me sentía superior a mi padre! Sentí durante un momento

cierto desprecio por su ignorancia; su reprensión por las botas mojadas me parecía

mezquina. «¡Si tú supieras!», pensaba yo como un criminal al que interrogan por un

panecillo robado, mientras él tiene asesinatos sobre su conciencia. Era un sentimiento

feo y repulsivo pero muy fuerte y con un profundo encanto y que me encadenaba con

fuerza a mi secreto y a mi culpa. Quizá, pensaba yo, Kromer ha ido ya a la policía y me

ha denunciado; los nubarrones empiezan a amontonarse sobre mi cabeza y aquí me

tratan como a un chiquillo. 

De toda esta vivencia, de cuanto va relatado hasta aquí, constituyó este momento lo

más importante y perdurable. Fue el primer resquebrajamiento de la divinidad del padre,

el primer golpe a los pilares sobre los que había descansado mi niñez y que todo hombre

tiene que destruir para poder ser él mismo. Estos acontecimientos, que nadie ve, forman

la línea interior y esencial de nuestro destino. El desgarrón cicatriza y se olvida, pero en

el interior del ser continúa existiendo y sangrando. A mí mismo me dio en seguida miedo

del nuevo sentimiento, y me hubiera tirado al suelo para besar a mi padre los pies y

pedirle perdón. Pero no se puede pedir perdón por algo esencial; y eso lo siente y sabe

un niño tan profundamente como un sabio.

Tenía necesidad de pensar sobre este asunto y trazar caminos para el día siguiente;

pero no pude hacerlo. Me pasé toda la tarde intentando acostumbrarme al ambiente

transformado que reinaba en nuestro cuarto de estar. El reloj y la mesa, la Biblia y el

espejo, la librería y los cuadros se despedían de mí; con el corazón helado, me veía

obligado a contemplar cómo mi mundo y mi vida feliz y buena se transformaban en

pasado y se desligaban de mí. Me veía sujeto por nuevas y absorbentes raíces al mundo

extraño y tenebroso. Descubrí el gusto de la muerte; y la muerte sabe amarga porque

es nacimiento, porque es miedo e incertidumbre ante una aterradora renovación.

Por fin, llegó la hora de acostarme. Pero antes, como último purgatorio, tuve que

aguantar las oraciones de la noche, en las que se cantó una de mis oraciones preferidas.

Yo no canté; cada tono era como hiel y veneno para mí. Tampoco recé con ellos; y

cuando mi padre pronunció la acción de gracias y terminó con las palabras:

«Tu espíritu esté con nosotros», un impulso me apartó de su comunidad. La gracia de

Dios estaba con todos ellos pero no conmigo. Me fui a mi cuarto aterido y

profundamente cansado.

En la cama, después de un rato, cuando el calor y la seguridad me envolvían

cariñosamente, mi corazón volvió otra vez a la angustia, revoloteando temeroso en

torno a lo que había pasado. Mi madre acababa de darme las buenas noches, como

siempre; sus pasos aún resonaban en la habitación y el resplandor de su vela aún

refulgía en la puerta entreabierta. «Ahora -pensé-, ahora vendrá otra vez. Se ha dado

cuenta de todo. Me dará un beso, me preguntará con bondad y comprensión y entonces

podré llorar. Se me derretirá el hielo que tengo en la garganta, la abrazaré y se lo diré

todo. Entonces, todo volverá a la normalidad. ¡Será la salvación!» Cuando la rendija de

la puerta volvió a quedar a oscuras, estuve un rato escuchando, convencido de que tenía

que suceder así por fuerza.

Luego volví a mis penas y me enfrenté con mi enemigo. Le veía claramente. Tenía

guiñado un ojo, su boca reía brutalmente y, mientras yo le miraba, seguro de que no

podía escapar, él crecía y se hacía cada vez más horrible y sus ojos malvados lanzaban

destellos diabólicos. Estuvo junto a mí hasta que me dormí; y entonces no soñé con él ni

con las cosas de aquel día sino que mis padres, mis hermanas y yo íbamos en una barca

y nos rodeaba la paz y la luz de un día de vacaciones. En medio de la noche me

desperté, con el sabor de la felicidad aún en la boca; todavía veía brillar los trajes

blancos de mis hermanas bajo el sol. Pero me precipité desde aquel paraíso a la realidad

y de nuevo me encontré, cara a cara, con el enemigo de los ojos malvados.

Por la mañana, cuando mi madre entró presurosa diciendo que era tarde y

preguntándome por qué estaba aún en la cama, tenía yo muy mala cara. Al

preguntarme si me pasaba algo, vomité.

Parecía que con aquello ganaba algo. Me gustaba estar un poco enfermo y pasarme

una mañana entera en la cama, tomando manzanilla y escuchando cómo mi madre

arreglaba el cuarto de al lado y Lina recibía al carnicero en el pasillo. Una mañana sin

colegio era algo maravilloso y legendario. El sol jugueteaba en la habitación, pero no era

el mismo sol contra el que se bajaban las cortinas verdes en el colegio. Sin embargo,

todo aquello no tenía hoy el sabor de otras veces y me sonaba a falso.

¡Ojalá me hubiera muerto! Pero sólo me sentía un poco mal, como muchas veces me

había sentido, y con eso no se arreglaba nada. Sí; me salvaba del colegio, pero no me

salvaba de Kromer, que me esperaría a las once en el mercado. El cariño de mi madre

no me consolaba; me molestaba y me dolía. Me hice el dormido y me puse a pensar. No

había salida: a las once tenía que estar en el mercado. A las diez me levanté y dije que 

estaba mejor. Me contestaron, como siempre en estos casos, que me volviera a la cama

y que si no tendría que ir al colegio por la tarde. Dije que iría de buena gana al colegio.

Ya tenía trazado un plan.

Sin dinero no podía presentarme a Kromer. Tenía que hacerme con la hucha, que al

fin y al cabo me pertenecía. No contenía dinero suficiente, eso ya lo sabía; pero algo era,

y un presentimiento me decía que mejor era eso que nada y que así Kromer se

apaciguaría.

Tuve una sensación malísima al entrar en calcetines en el cuarto de mi madre para

sacar la hucha de su escritorio. Pero no era una sensación tan insoportable como la de

ayer. Los latidos del corazón casi me ahogaban, y no me fue mejor cuando descubrí en

el zaguán que la hucha estaba cerrada. Era fácil abrirla: sólo había que romper una fina

rejilla de hojalata; pero me dolió hacerlo porque con ese acto había cometido realmente

un robo. Hasta ahora sólo había goloseado terrones de azúcar y fruta. Esto, sin

embargo, era robar, aunque fuera mi dinero. Me di cuenta de que había dado un paso

más hacia Kromer y su mundo, de que iba poco a poco cuesta abajo, pero me obstiné en

ello. ¡Al diablo todo! Ahora no podía volverme atrás. Conté el dinero con miedo. En la

hucha hacía mucho ruido, pero ahora en la mano era una miseria: 65 céntimos. Escondí

la hucha bajo la escalera y con el dinero en la mano salí de la casa, con una sensación

totalmente nueva... Arriba alguien me llamaba, o eso me pareció; eché a andar de prisa.

Aún tenía mucho tiempo por delante y fui dando rodeos por las callejas de una ciudad

transformada, bajo nubes nunca vistas, ante edificios que me observaban y entre

personas que sospechaban de mí. En el camino me acordé de que un compañero mío

había encontrado un día un táler en el mercado de ganado. De buena gana hubiera

rezado para que Dios hiciera un milagro y me permitiera un descubrimiento así. Pero yo

no tenía derecho a rezar. Además, eso no hubiera arreglado la hucha rota.

Franz Kromer me vio venir de lejos, pero se acercó lentamente y como si no me

viera. Cuando llegó a mime hizo un gesto para que le siguiera, bajó por la Strohgasse,

cruzó el puente y siguió caminando hasta que se detuvo cerca de un edificio en

construcción, ya en las afueras. Nadie estaba trabajando en la obra; los muros se

levantaban desnudos, sin ventanas ni puertas. Kromer echó un vistazo a su alrededor y

entró por una puerta. Yo le seguí. Se paró detrás de un muro, me llamó y tendió la

mano.

-¿Qué, lo traes? -preguntó fríamente.

Saqué el puño del bolsillo y dejé caer mi dinero en la palma de su mano. Antes de

que hubiera caído la última moneda, ya lo había contado.

-Son sesenta y cinco céntimos -dijo, y me miró.

-Sí -contesté tímidamente-. Es todo lo que tengo; no es bastante, ya lo sé. Pero es

todo. No tengo más.

-Te creía más listo -me replicó casi con bondad-. Entre hombres de honor tiene que

haber orden. No quiero aceptar nada de ti que no sea justo, tú lo sabes. ¡Toma tus

perras! El otro, ya sabes quién, no intentará regatear conmigo. Ese paga.

-¡Pero no tengo más! Son todos mis ahorros.

-Eso es cosa tuya. Pero vamos, no quiero hacerte daño. Me debes aún un marco y

treinta y cinco céntimos. ¿Cuándo me los vas a dar?

-Los tendrás, Kromer. ¡Seguro! Aún no sé cuándo, pero quizá tenga pronto dinero,

mañana o pasado. Comprenderás que no puedo decírselo a mi padre.

-A mí eso no me importa. Pero ya sabes que no quiero hacerte daño. Yo podía tener

ese dinero antes del mediodía, y ya sabes que soy pobre. Tú tienes trajes bonitos y te

dan mejor comida que a mí. Pero no voy a decir nada. Esperaré un poco. Pasado

mañana te llamaré por la tarde, y me lo traes. ¿Conoces bien mi silbido? Me silbó una

señal que ya había oído muchas veces.

-Sí -dije-, ya sé.

Se marchó como si yo no tuviera nada que ver con él. Aquello había sido un negocio y

nada más.

Hoy todavía me asustaría el silbido de Kromer si lo oyera inesperadamente. Desde

aquel día lo tuve que escuchar muchas veces; me daba la impresión de oírlo

constantemente, sin cesar. No había lugar, juego, trabajo o pensamiento adonde no 

llegara ese silbido que me esclavizaba y que era mi destino. A menudo bajaba yo en las

tardes suaves y multicolores de otoño a nuestro pequeño jardín, que tanto me gustaba,

y un extraño impulso me llevaba a los juegos infantiles de épocas pasadas; jugaba a ser

un niño mas pequeño de lo que yo era y que aún era bueno, libre, inocente y protegido.

En medio de los juegos sonaba desde cualquier parte el silbido de Kromer, siempre

esperado pero siempre terriblemente inquietante e inoportuno, rompiendo la paz,

destruyendo mis pensamientos. Entonces tenía que salir y seguir a mi verdugo a sitios

apartados y feos, justificarme ante él y escuchar sus amenazadoras peticiones de

dinero. Todo esto duraría unas semanas, pero a mí me pareció que fueron años, una

eternidad. Raras veces conseguía dinero: de vez en cuando, alguna perra que robaba en

la cocina, cuando Lina dejaba allí la bolsa de la compra. Kromer siempre me reñía y me

hundía en su desprecio, diciendo que yo quería engañarle y estafarle, que era yo quien

le robaba lo suyo y le hacía desgraciado. Nunca, en toda mi vida, he sentido la desdicha

tan cerca del corazón; nunca he sentido mayor desesperanza ni mayor dependencia.

Había llenado la hucha de fichas de jugar y la había vuelto a dejar en su Sitio. Nadie

preguntó por ella. Pero también aquello podía venírseme encima cualquier día. Más que

al silbido brutal de Kromer temía yo a mi madre cuando se acercaba a mi suavemente:

¿vendría acaso a preguntarme por la hucha?

Como muchas veces me presentaba ante mi verdugo sin dinero, éste empezó a

atormentarme y a utilizarme de otra manera. Me hacía trabajar para él. Me obligaba a

hacer en su lugar los recados que le encargaba su padre, o me mandaba a hacer algo

difícil como saltar diez minutos a la pata coja o colgar a un transeúnte un monigote en la

espalda. Estos suplicios se prolongaban muchas noches en los sueños y yo me

despertaba empapado de sudor.

Durante un tiempo caí enfermo. Durante el día vomitaba a menudo y tenía frío; por la

noche, sin embargo, tenía fiebre y sudores. Mi madre se daba cuenta de que algo no iba

bien y me demostraba un cariño tan grande que me martirizaba, ya que no podía

corresponderle con franqueza.

Una vez mi madre me trajo un trocito de chocolate a la cama. Aquello era un

recuerdo de años pasados, cuando solía recibir estas pequeñas sorpresas si había sido

bueno. Me dolió tanto el recuerdo que sólo pude mover la cabeza. Ella me preguntó qué

me pasaba y me acarició el pelo. Sólo pude responder: «Nada, nada. No quiero que me

des nada.» Dejó el chocolate en la mesilla y salió de la habitación. Cuando al día

siguiente me quiso interrogar sobre lo sucedido, hice como si no me acordara de ello. Un

día trajo al médico, que me hizo un reconocimiento y me recetó abluciones frías por la

mañana.

Mi estado durante aquel tiempo era una especie de desquiciamiento. En medio de la

paz ordenada de nuestra casa yo vivía atemorizado y torturado como un fantasma; no

participaba en la vida de los demás y raras veces me olvidaba de mí mismo. Con mi

padre, que muchas veces me interrogaba irritado, me mostraba frío y hermético.

martes, 24 de agosto de 2021

RITUAL DE EVOCACION A NAAMAH

RITUAL DE EVOCACION A NAAMAH



Para realizar este ritual debes de tener una intención especifica, pues no se puede llamar a los espíritus sin una meta, Naamah es la regente de la espera Qliphotica Lilith, la tierra negra y puede ser convocada para pedir nos abra la puerta y nos guie a través de su reino, así como para pedirle algún beneficio en los aspectos espiritual o material, ella preside sobre la música, las artes, la sexualidad, la naturaleza, los muertos y todos los aspectos del mundo físico.
A diferencia de la invocación, que por lo general se utiliza para obtener algún cambio interno o para adquirir habilidades personales, en la evocación se persigue una meta en el mundo que nos rodea, por ejemplo la realización de alguna tarea en la cual el individuo tiene pocas posibilidades de actuar por cuanta propia, en pocas palabras para obtener algún favor del espíritu en cuestión.      
Como es bien sabido para la evocación mágica se requiere de un medio físico para que el espíritu al que se evoca pueda manifestarse, en este caso utilizaremos la visualización a través de el humo, ademas se debe de tener cierta capacidad por parte del individuo de proyectar energía la cual sera utilizada por el espíritu para poder manifestarse en nuestro plano, la sangre y los fluidos sexuales son buenos medios con los cuales las entidades pueden tener mayor capacidad de manifestación, ademas de ser muy buenas ofrendas.
 

Materiales:
- Sigilo 


- Un cuenco negro
- Agua
- Pachuli
- Pétalos de rosa roja, malva, verbena y azucena 
- Copal
- Un sahumerio 
- Tres velas, una roja y dos negras
- Una aguja estéril


Para comenzar deberás preparar tu mente al menos tres días antes de que realices este ritual, medita sobre el sigilo anterior y ten en mente una idea clara del propósito del ritual, no debes de tener duda alguna sobre esta para el momento en que realices este ritual, recuerda que estas tratando con magia negra y entidades muy poderosas y los resultados serán muy rápidos y poderosos, así que ten cuidado con lo que deseas. 
Pon a secar los pétalos, que deben de ser una cantidad considerable pues deberán de arder por algún tiempo, pero reserva algunos para la ofrenda.  
Decora tu altar con telas negras y rojas, orientándolo hacia el norte, en el fondo del cuenco pinta con pintura roja el sigilo, por fuera de este pinta los números 160 y 165 enciende el sahumerio y las velas, quema el copal.
Coloca le cuenco en el centro del altar, vierte el agua dentro de este, debe de verse el sigilo, coloca unas gotas de pachuli, enciende la velas y colócalas al rededor del cuenco formando un triangulo con la vela roja en la parte superior apuntando al norte.
medita por un momento hasta aquietar tu mente, cuando estés preparado realiza el destierro siguiente:

De cara al norte levanta tu mano izquierda y traza en el aire un pentagrama invertido visualízalo ardiendo y exclama:

LLAMO A LILITH EMPERATRIZ DEL SITRA AHRA 
LEVANTATE EN EL NORTE 

RENICH VIASA AVAGE LILITH LIRACH


De cara al este levanta tu mano izquierda y traza en el aire un pentagrama invertido visualízalo ardiendo y exclama:
   
LLAMO A MAHALATH LA JOVEN 
LEVANTATE EN EL ESTE

REAYHA BACANA LYAN REME QUIM MAHALATH

De cara al sur levanta tu mano izquierda y traza en el aire un pentagrama invertido visualízalo ardiendo y exclama:

LLAMO A EISHETH ZENUNIM LA PROSTITUTA DEL TEMPLO
LEVANTATE EN EL SUR

NUMAL VASHT IZET QODESHA

De cara al sur levanta tu mano izquierda y traza en el aire un pentagrama invertido visualízalo ardiendo y exclama:

LLAMO A AGRATH BAT MAHLAT SUCUBO DE LAS ILUSIONES
LEVANTATE EN EL PONIENTE

ADVENI AGERATH DIVINITAS ET VORSIPELLIS

De vuelta el norte levanta ambas manos formando un tridente con ellas y tu cabeza exclama:

NAAMAH TU QUE TIENES LAS LLAVES DE LA PUERTA HACIA LADO NOCTURNO, 
DIVINIDAD SUCUBICA QUE OTORGA LA GNOSIS YO TE EVOCO

Pínchate un dedo y derrama unas gotas de sangre dentro del cuenco, en este momento debes de colocar el sahumerio delante de ti e ir arrojando pétalos sobre el para generar humo suficiente para la manifestación, con ambas manos apunta hacia el altar mientras visualizas energía subiendo desde tus pies a través de tu cuerpo hasta salir por la punta de tus dedos y dirigirla hacia el altar:

ZAZAS ZAZAS NASATANADA ZAZAS

 APERITATUR ACHARAYIM ET GERMINET NAHEMA (x11)

LIFTOACH QLIPHOTH 

BARUCH HA-NA-AMA-HEMA 

AHIM-NEST-FAI
Repítelo muchas veces a modo de mantra
 

En este momento es cuando la presencia de Naamah se manifestara dentro del humo, es posible que sientas un cambio de temperatura o una sensación de "estar acompañado", las señales son inequívocas y cuando se presente no abra lugar a dudas, debes de estar atento sin perder la concentración en el mantra, cuando ayas sentido su presencia es cuando debes de expresar tu solicitud, puede ser en forma oral, mental o escrita sobre un papel el cual quemaras en una de las velas. 
Cuando tu solicitud sea escuchada, un sentimiento de aceptación o negación llegara a ti, es posible que no lo escuches en forma de palabras sino como un sentimiento, deberás de ofrecer algo a cambio, pueden ser velas, incienso, oraciones, obras de arte, música, alimentos o acciones, eso sera algo que trataras directamente con Naamah, pero deberás de cumplir con tu palabra, créeme que tus palabras serán escuchadas y los resultados increíbles.
Cuando el trato este cerrado coloca los pétalos que habías reservado dentro del cuenco con agua a modo de ofrenda y agradece a Naamah su presencia puedes despedirla o invitarla a quedarse contigo hasta que ella decida irse, puedes invitarla a que se manifieste en tus sueños, donde el contacto sera mas directo, eso ya queda a tu voluntad, agradece a las demás entidades que asistieron a tu llamado y deja las velas encendidas hasta que se consuman por completo.    




sábado, 1 de mayo de 2021

H. P. LOVECRAFT, LAS SOMBRA FUERA DEL TIEMPO PARTE 2


 

Mi reintegración a la vida normal fue larga, dolorosa y difícil. Perder cinco años crea más complicaciones de las que se pueden imaginar, y en mi caso, quedaba además un sinnúmero de cuestiones por resolver. Lo que me contaron sobre mis actividades posteriores a 1908 me dejó anonadado, pero traté de considerar el asunto lo más filosóficamente posible. Finalmente, una vez lograda la custodia de mi hijo Wingate, me instalé con él en mi casa de Crane Street y procuré reanudar mis tareas docentes, ya que la Facultad me había ofrecido cariñosamente mi antigua cátedra. Me incorporé a mi trabajo en febrero de 1914, y a él me dediqué durante un año. En este tiempo me di cuenta de que, después de aquel largo periodo de amnesia, yo no era el de antes. Aunque me hallaba mentalmente sano —así lo creía, al menos—, y conservaba íntegra mi propia personalidad, había perdido el vigor y la energía de otros tiempos. Continuamente me acosaban sueños vagos y extrañas ideas, y cuando el estallido de la Guerra Mundial orientó mi interés hacia temas históricos, me di cuenta de que consideraba las épocas y los acontecimientos de manera sumamente extraña.

Mi concepción del tiempo —mi capacidad para distinguir entre sucesión y simultaneidad— había sufrido una sutil alteración, de modo que me forjaba quiméricas ideas sobre la posibilidad de vivir en una época determinada y proyectar mi espíritu por toda la eternidad, para conocer las edades pasadas y futuras.

La guerra originó en mí extrañas impresiones: era como si recordarse algunas de sus últimas consecuencias, como si supiera cuál iba a ser su desenlace, y pudiera contemplar retrospectivamente los hechos que se desarrollaban en el presente. Todos estos pseudorecuerdos venían acompañados de fuertes dolores de cabeza, y la clara sensación de que entre ellos y mi conciencia se alzaba alguna barrera psicológica. 

Cuando tímidamente confiaba mis impresiones a los demás, observaba que reaccionaban de la manera más diversa. Casi todos me miraban con desconfianza. Las matemáticas, en cambio, me hablaban de los últimos adelantos de la ciencia que cultivaban: de la teoría de la relatividad, que entonces sólo era conocida en los medios científicos, pero que más adelante llegaría a ser mundialmente famosa. Según decían, el doctor Albert Einstein había logrado reducir el tiempo a una simple dimensión.

Sin embargo, los sueños y sentimientos turbadores se apoderaron de mí hasta tal extremo que en 1915 me vi obligado a abandonar mis actividades docentes. Algunas de mis sensaciones anormales fueron tomando un cariz inquietante. En ocasiones, por ejemplo, me sentía dominado por la convicción de que, en el curso de mi amnesia, me había sobrevenido un cambio espantoso; que mi segunda personalidad procedía, sin duda, de regiones ignoradas, como si una fuerza desconocida y remota se hubiera aposentado en mí, mientras mi verdadera personalidad era desplazada de mi propio interior.

Este es el motivo de que entonces me entregase a vagas y espantosas especulaciones sobre cuál habría sido el paradero de mi auténtica mismidad durante los años en que el intruso había ocupado mi cuerpo. La singular inteligencia y la extraña conducta de ese intruso me turbaban cada vez más, a medida que me enteraba de nuevos detalles, a través de conversaciones, periódicos y revistas.

Las rarezas que tanto habían desconcertado a los demás parecían armonizar terriblemente con ese trasfondo de conocimientos impíos que emponzoñaba los abismos de mi subconsciente. Me dediqué a investigar todos los datos y examiné escrupulosamente los estudios y los viajes efectuados por el otro durante mis años de oscuridad.

No todas mis inquietudes eran de índole especulativa. Los sueños, por ejemplo, eran cada vez más vívidos y detallados. Como sabía la opinión que merecían a la mayor parte de la gente, raras veces los mencionaba, excepto a mi hijo o a algún psicólogo de mi confianza. Pero finalmente comencé un estudio científico de otros casos de amnesia, con el fin de averiguar hasta qué punto las visiones que yo padecía eran características de esa afección. Con ayuda de psicólogos, historiadores, antropólogos y especialistas en enfermedades mentales, realicé un estudio exhaustivo que comprendía todos los casos de desdoblamiento de la personalidad recogidos en la literatura médica desde los tiempos de los endemoniados hasta el momento actual; pero los resultados, más que consolarme, me inquietaron doblemente.

No tardé mucho tiempo en comprobar que mis sueños diferían radicalmente de los que solían darse en los casos auténticos de amnesia. No obstante, descubrimos unos pocos casos que me tuvieron desconcertado durante años por su semejanza con mi propia experiencia. Algunos no eran más que relatos fragmentarios de antiguas historias populares; otros eran casos registrados en los anales de la medicina. En una o dos ocasiones, se trataba únicamente de confusas referencias entremezcladas con historias bastante vulgares por lo demás.

De este modo averiguamos que, pese a la rareza de mi afección, se habían presentado casos análogos, a largos intervalos, desde los mismos orígenes de la historia. A veces, en un periodo de varios siglos se presentaban uno, dos y hasta tres casos; a veces, no se presentaba ninguno. Al menos, ninguno de que quedase constancia.

En esencia, se trataba siempre de lo mismo: una persona de alto nivel intelectual se veía dominada por una segunda naturaleza que le obligaba a llevar, durante un periodo más o menos largo, una existencia absolutamente extraña, caracterizada al principio por una torpeza verbal y motora, y más tarde por la adquisición masiva de conocimientos científicos, históricos, artísticos y antropológicos. Este aprendizaje se llevaba a cabo con un entusiasmo febril y denotaba una prodigiosa capacidad de asimilación. Luego, el sujeto regresaba a su propia personalidad, que, en lo sucesivo, se veía atormentada por unos sueños vagos, indeterminados, en los que latían recuerdos fragmentarios de algo espantoso que había sido borrado de su mente.

La enorme semejanza de aquellas pesadillas con la mía —incluso en algunos detalles insignificantes— no dejaba lugar a dudas sobre su íntima relación. En dos de aquellos casos por los menos, se daban ciertas circunstancias que me resultaban familiares, como si, a través de algún medio cósmico inimaginable, hubiera tenido noticia de ellos. En otros, se mencionaba claramente un desconocido artefacto, idéntico al que había estado en mi casa antes de mi regreso a la normalidad.

Otra cosa que llegó a preocuparme durante la investigación fue la frecuencia con que ciertas personas no afectadas por dicha enfermedad sufrían parecida clase de pesadillas. Estas últimas personas eran mayormente de inteligencia mediocre o inferior, y algunas tan primitivas, que no se las podía considerar como vectores aptos para la adquisición de una ciencia y unos conocimientos preternaturales. Durante un segundo, se veían inflamados por una fuerza ajena; pero en seguida volvían a su estado anterior, quedándoles apenas un recuerdo débil, evanescente, de horrores inhumanos.

En los últimos cincuenta años se habían presentado por lo menos tres casos de estos. Uno de ellos hace tan sólo quince años. ¿Acaso se trataba de una entidad desconocida que tanteaba a ciegas, a través del tiempo, desde el fondo de algún abismo insospechado de la naturaleza? En tal caso, ¿no serían estos casos las manifestaciones de unos experimentos monstruosos, cuyo objetivo era preferible ignorar para no perder la razón? Estas eran las fantásticas divagaciones a las que me entregaba continuamente, excitado por las diversas creencias míticas que iba descubriendo en el curso de mis investigaciones. No cabía duda, pues, de que había determinadas historias —persistentes desde la más remota antigüedad y desconocidas, al parecer, tanto por las víctimas de amnesia como por los médicos que habían estudiado sus casos más recientes— que formaban como un plan asombroso y terrible destinado a raptar la mente de los hombres, como había ocurrido en mi caso. Aún ahora tengo miedo de referir la naturaleza de esos sueños, y las ideas que me asaltaban con mayor intensidad cada vez. Era de locura. A veces creía que, de verdad, me estaba volviendo loco. ¿Acaso era víctima de algún tipo de alucinación que afectaba a los que habían sufrido una laguna en la memoria? En ese caso no sería del todo inverosímil que el subconsciente, en un esfuerzo por llenar un vacío confuso con pseudorecuerdos, diera lugar a extravagantes aberraciones de la imaginación.

Aunque yo me inclinaba más bien por una interpretación basada en los mitos populares, las teorías basadas en dichos esfuerzos del subconsciente gozaban de mayor preponderancia entre los alienistas que me ayudaban en mi búsqueda de casos similares al mío, y que compartieron mi asombro ante el exacto paralelismo que solíamos descubrir.

Para los psiquiatras mi estado no podía diagnosticarse como verdadera enfermedad mental, sino más bien como trastorno neurótico. De acuerdo con las normas psicológicas más científicas, alentaron todo intento por mi parte de buscar datos que aportaran alguna luz en este asunto, en vez de pretender inútilmente soslayarlo, yo tenía en cuenta, especialmente, la opinión de aquellos médicos que me habían estudiado durante el tiempo que estuve dominado por la otra personalidad.

Mis primeros trastornos no fueron de índole visual, sino que se relacionaban con las cuestiones abstractas que ya he mencionado. Y experimenté, también al principio, un sentimiento vago y profundo de inexplicable horror: consistía en una extraña aversión a contemplar mi propia figura, como si temiese que mis ojos fueran a descubrir algo ajeno e inconcebiblemente repugnante.

Cuando por fin me atrevía a mirarme, y percibía mi figura humana y familiar, sentía invariablemente un raro alivio. Pero para lograr ese descanso tenía que vencer primero un miedo infinito. Evitaba los espejos por sistema, y me afeitaba en la barbería.

Pasé mucho tiempo sin relacionar estos sentimientos inquietantes con las visiones fugaces que pronto comenzaron a asaltarme cada vez más, y la primera vez que lo hice, fue con motivo de la extraña sensación que tenía de que mi memoria había sido alterada artificialmente.

Tenía la convicción de que tales visiones poseían un significado profundo y terrible para mí, pero era como si una influencia externa y deliberada me impidiese captar ese significado. Luego, empecé a sentir esas anomalías en la percepción del tiempo, y me esforcé desesperadamente por situar mis visiones oníricas en sus correspondientes coordenadas tempo-espaciales.

Al principio, más que horribles, las visiones propiamente dichas eran meramente extrañas. En ellas, me hallaba en una cámara abovedada cuyas elevadísimas arquivoltas de piedra casi se perdían entre las sombras de las alturas. Cualquiera que fuese la época o lugar en que se desarrollaba la escena, era evidente que los constructores de aquella cámara conocían tanta arquitectura, por lo menos, como los romanos.

Había ventanales inmensos y redondos, puertas rematadas en arco y pedestales o altares tan altos como una habitación ordinaria. Sobre los muros se alineaban vastos estantes de madera oscura, con enormes volúmenes que mostraban incomprensibles descripciones jeroglíficas en sus lomos.

En su parte visible, los muros estaban construidos con bloques en los que había esculpidas unas figuras curvilíneas, de diseño matemático, e inscripciones análogas a las que mostraban los enormes libros. La sillería, de granito oscuro, era de proporciones megalíticas. Los sillares estaban tallados de forma que la cara superior, convexa, encajaba en la cara cóncava inferior de los que descansaban encima. No había sillas, pero sobre los inmensos pedestales o altares había libros esparramados, papeles, y ciertos objetos que tal vez fuesen material de escritorio: un recipiente de metal purpúreo, curiosamente adornado, y unas varas con la punta manchada. A pesar de la gran altura de dichos pedestales, sin saber cómo, los veía yo desde arriba. Algunos de ellos tenían encima grandes globos de cristal luminoso que servían de lámparas, y artefactos incomprensibles, construidos con tubos de vidrio y varillas de metal.

Las ventanas, acristaladas, estaban protegidas por un enrejado de aspecto sólido. Aunque no me atreví a asomarme por ellas, desde donde me encontraba podía divisar macizos ondulantes de una singular vegetación parecida a los helechos. El suelo era de enormes losas octogonales. No había ni cortinajes ni alfombras.

Más adelante tuve otras visiones. Atravesaba por ciclópeos corredores de piedra, y subía y bajaba por inmensos planos inclinados, construidos con idéntica y gigantesca sillería. No había escaleras por parte alguna, ni pasadizo que no tuviera menos de diez metros de ancho. Algunos de los edificios, en cuyo interior me parecía flotar, debían de tener una altura prodigiosa. 

Bajo tierra había, también, numerosas plantas superpuestas, y trampas de piedra, selladas con flejes de metal, que hacían pensar en bóvedas aún más profundas, donde acaso moraba un peligro mortal. En tales visiones tenía la sensación de hallarme prisionero, y en torno a mí flotaba un horror desconocido. Me daba la impresión de que los burlescos jeroglíficos curvilíneos de los muros habrían significado la perdición de mi espíritu, de haberlos sabido interpretar.

Luego, andando el tiempo, empecé a soñar con grandes espacios abiertos. Desde los ventanales redondos y desde la gigantesca terraza del edificio, contemplaba extraños jardines, y una enorme extensión árida, con una alta muralla ondulada, a la que conducía una rampa más elevada que las demás.

A uno y otro lado de las vastas avenidas, que medirían unos setenta metros de anchura, se aglomeraba un sinfín de edificios gigantescos, cada uno de los cuales poseía su propio jardín. Estos edificios eran de aspecto muy variado, pero casi ninguno de ellos tenía menos de trescientos metros de alto, ni más de sesenta metros cuadrados de superficie. Algunos parecían realmente ilimitados; sus fachadas superaban sin duda los mil metros de altura, perdiéndose en los cielos brumosos y grises.

Todas las construcciones eran de piedra o de hormigón, y la mayor parte de ellas pertenecía al mismo estilo arquitectónico curvilíneo del edificio donde me encontraba yo. En vez de tejado, tenían terrazas planas cubiertas de jardines y rodeadas de antepechos ondulados. Algunas veces las terrazas eran escalonadas, y otras, quedaban grandes espacios abiertos entre los jardines. En las enormes avenidas me pareció vislumbrar cierto movimiento, pero en mis primeras visiones me fue imposible precisar de qué se trataba.

En determinados parajes llegué a descubrir unas torres enormes, oscuras, cilíndricas, que se elevaban muy por encima de cualquier otro edificio. Su aspecto las distinguía radicalmente del resto de las construcciones. Se hallaban en ruinas y, a juzgar por ciertas señales, debían ser prodigiosamente antiguas. Estaban construidas con bloques rectangulares de basalto, y en su extremo superior eran ligeramente más estrechas que en la base. Aparte de sus puertas grandiosas, no se veía el menor rastro de ventana o abertura. Asimismo, observé que había otros edificios más bajos, todos ellos desmoronados por la acción erosiva de un tiempo incalculable, que parecían una versión arcaica y rudimentaria de las enormes torres cilíndricas. En torno a todo este conjunto ciclópeo de edificios de sillería rectangular, se cernía un inexplicable halo de amenaza, análogo al que envolvía a las trampas selladas.

Los jardines eran tan extraños que casi causaban pavor. En ellos crecían desconocidas formas vegetales que sombreaban amplios senderos flanqueados por monolitos cubiertos de bajorrelieves. Predominaba una vegetación criptógama que recordaba a una especie de helechos descomunales, unos verdes y otros de un color pálido enfermizo, como los hongos.

Entre ellos se alzaban unos árboles inmensos y espectrales que parecían calamites, y cuyos troncos, semejantes a cañas de bambú, alcanzaban alturas increíbles. También había otros empenachados, como cicas fabulosas, y arbustos grotescos de color verde oscuro, y otros mayores que, por su aspecto, podrían tomarse por coníferas.

Las flores eran pequeñas y descoloridas, distintas de cualquier especie conocida, y se abrían entre el verdor de los amplios macizos geométricos. En unas cuantas terrazas o jardines colgantes se veían otras especies de flores, mucho más grandes, de vivos colores y formas mórbidas y complicadas, producto, seguramente, de sabias hibridaciones artificiales. Y había ciertos hongos de formas, dimensiones y matices inconcebibles, cuya disposición ornamental ponía de manifiesto la existencia de una desconocida, pero indiscutible tradición jardinera. En los grandes parques parecía como si se hubiese procurado conservar las formas irregulares y caprichosas de la naturaleza. En las azoteas, en cambio, se hacía patente el arte del podador.

El cielo estaba casi siempre húmedo y plomizo, y algunas veces presencié lluvias torrenciales. De cuando en cuando, no obstante, aparecían fugazmente el sol —un sol inmenso— y la luna, que era distinta de la nuestra, aunque nunca llegué a apreciar en qué consistía la diferencia. De noche, rara vez se despejaba el cielo lo suficiente para dejar a la vista las constelaciones, pero cuando esto sucedió, me resultaron casi totalmente irreconocibles. Sus contornos recordaban a veces los de las nuestras, pero no eran iguales. A juzgar por la posición de unas pocas que logré situar, debía hallarme en el hemisferio sur de la tierra, no muy lejos del Trópico de Capricornio.El horizonte se veía siempre brumoso, como envuelto en nieblas fantásticas, pero pude vislumbrar que, más allá de la ciudad, se extendían selvas de árboles desconocidos —Calamites, Lepidodendros, Sigillarias—, que, en la lejanía, parecían temblar engañosamente entre los vapores cambiantes del horizonte. De cuando en cuando, me parecía ver algún movimiento en el cielo, pero en mis primeras visiones no llegué nunca a determinar de qué se trataba.

En el otoño de 1914 empecé a soñar que flotaba por encima de la ciudad y sus alrededores. Así descubrí que los temibles bosques de árboles manchados, rayados o jaspeados como animales, eran atravesados por larguísimas carreteras que, en ocasiones, conducían a otras ciudades parecidas a la que me obsesionaba en mis sueños.

Vi también edificios fantásticos y lúgubres, de piedra negra o iridiscente, situados en regiones yermas donde reinaba un perpetuo crepúsculo, y volé sobre unas calzadas ciclópeas que atravesaban pantanos tan oscuros que apenas podía distinguir medianamente su vegetación húmeda y gigantesca.

Una vez pasé por una inmensa llanura salpicada de ruinas de basalto, erosionadas por el tiempo, y cuyo trazado recordaba el de las oscuras torres sin ventanas de la ciudad que era mi verdadera obsesión. En otra oportunidad, al pie de una ciudad inmensa de cúpulas y arcos fabulosos, batiendo contra un muelle de rocas colosales, contemplé la mar ilimitada y gris, sobre la cual se movían grandes sombras informes y cuya superficie se enturbiaba con inquietantes burbujas.

martes, 27 de abril de 2021

Invocación a Lucifer

 LUCIFER

Llamo al portador de luz y conocimiento

Patrono del auto empoderamiento

Enciende la llama negra en mi interior

Te llamo tú que eclipsas con tu brillo a las estrellas más brillantes

Se mi musa, mi inspiración en este sendero

Guía mis pasos con firmeza

Muéstrame el esplendor de tu gloria

Y ayúdame a manifestar lo mi deseo sobre la tierra

Salve Lumial– Praecellens Divus Ex Mavethol

Renich Tasa Uberaca Biasa Icar Lucifer

Ilumíname oh poderoso Lucifer

Quema toda duda y debilidad de mi ser

Destruye todo obstáculo que impida mi acenso a la cúspide humana

*Med-Orth + Lucifero + Lumiel + Helel ben Shachar + Lucibel + Asturel +

Aggelos Phos + Liftoach Qliphoth + Liftoach Pandemonium

¡Como he hablado que asi sea!



*Cantos mágicos extraídos del blog de V.K. Jehannum visita su blog aquí 




lunes, 26 de abril de 2021

EL CASO DE CHARLES DEXTER WARD, H. P. LOVECRAFT

 UN RESULTADO Y UN PRÓLOGO
 1



No hace mucho que desapareció de un hospital privado para enfermos mentales cercano a Providence, Rhode Island, un individuo muy peculiar. Atendía al nombre de Charles Dexter Ward, y fue internado allí muy a su pesar por su afligido padre, que había visto cómo su enajenación pasaba de ser una mera excentricidad a una siniestra manía que implicaba tanto la posibilidad de tendencias homicidas como un profundo y extraño cambio en el aparente contenido de su imaginación. Los médicos admiten su considerable desconcierto ante el caso, puesto que ofrecía anomalías generales de carácter fisiológico y psicológico. En primer lugar, el paciente parecía extrañamente mayor de lo que correspondería a sus veintiséis años. Es cierto que el desequilibrio mental acelera el envejecimiento; pero el rostro de este joven había adoptado un matiz que por norma general sólo adquieren los muy ancianos. En segundo lugar, sus funciones orgánicas mostraban unas extrañas proporciones sin parangón en la práctica médica. La respiración y el ritmo cardíaco manifestaban una sorprendente falta de simetría; había perdido la voz y no podía emitir sonidos por encima de un susurro; la digestión era increíblemente prolongada y estaba reducida al mínimo, y las reacciones neurológicas a los estímulos normales no guardaban relación alguna con ningún registro conocido, ni normal ni patológico. La piel tenía una sequedad y una frialdad enfermizas, y la estructura celular del tejido parecía exageradamente tosca e inconexa. Incluso había desaparecido una gran marca de nacimiento de color oliváceo de la cadera derecha y en cambio se le había formado en el pecho un lunar o mancha negruzca muy característica y que no tenía antes. En general, todos los médicos coinciden en que los procesos metabólicos de Ward se habían ralentizado de manera inaudita.

Psicológicamente, Charles Ward también era único. Su demencia no guardaba afinidad con ninguna de las recogidas en los tratados más modernos y exhaustivos, y se combinaba con unos poderes mentales que lo habrían convertido en un genio o en un líder si no se hubiesen pervertido y adoptado formas grotescas y extrañas. El doctor Willett, el médico de la familia Ward, afirma que, a juzgar por sus respuestas a preguntas al margen de la esfera de su locura, su capacidad intelectual había aumentado desde el ataque. Es cierto que Ward siempre había sido un erudito y estudioso de la Antigüedad, pero ni siquiera sus obras tempranas más brillantes exhiben la prodigiosa comprensión y profundidad demostradas durante los últimos reconocimientos llevados a cabo por los médicos. De hecho, tan lúcido y poderoso parecía el juicio del joven, que costó mucho conseguir una autorización legal para internarlo en el hospital; y sólo las pruebas aportadas por terceros, y el peso de las numerosas y anómalas lagunas de su intelecto a pesar de su inteligencia, permitieron por fin su internamiento. Hasta el momento mismo de su desaparición fue un lector insaciable y tan gran conversador como lo permitía su exigua voz; los observadores más avezados, que no supieron prever su fuga, predecían que no tardaría en dejar de estar bajo custodia.

Sólo el doctor Willett, que había traído a Charles Ward al mundo y había visto crecer su cuerpo y su espíritu desde entonces, parecía asustado al pensar en su futura libertad. Había pasado por una vivencia terrible y realizado un descubrimiento no menos terrible que no se atrevía a revelar a sus escépticos colegas. De hecho, la relación de Willett con el caso supone también un pequeño misterio. Fue el último en ver al paciente antes de su fuga, y salió de aquella última conversación sumido en una mezcla de horror y alivio que muchos recordaron cuando supieron de la fuga de Ward tres horas más tarde. La fuga misma es otro de los enigmas sin resolver del hospital del doctor Waite. Una ventana abierta a diez metros del suelo difícilmente puede considerarse una explicación, y no obstante es innegable que tras la charla con Willett el joven había desaparecido. El propio Willett no ha dado explicaciones públicas, aunque, curiosamente, parece más tranquilo que antes de la fuga. Lo cierto es que hay quien opina que estaría dispuesto a decir más si pensara que iban a creerle. Había visto a Ward en su habitación, pero poco después de su partida los enfermeros llamaron en vano. Cuando abrieron la puerta el paciente no estaba y sólo encontraron la ventana abierta, la fría brisa de abril y una nube de fino polvo gris azulado que a punto estuvo de asfixiarles. Es cierto que los perros estuvieron aullando un momento antes, y que luego se calmaron a pesar de que no habían cobrado ninguna pieza. Enseguida avisaron por teléfono al padre de Ward, que se mostró más triste que sorprendido. Cuando el doctor Waite le llamó personalmente, el doctor Willett había hablado ya con él y ambos negaron tener noticia o haber sido cómplices de la fuga. Sólo a través de algunos amigos íntimos del doctor Willett y de Ward padre se han conocido algunas pistas, demasiado descabelladas y fantasiosas para darles crédito. La realidad sigue siendo que hasta el momento no se ha hallado ni rastro del demente desaparecido.

Charles Ward se interesó por la Antigüedad desde niño, sin duda inspirado por la venerable ciudad en que vivía y por las reliquias del pasado que abarrotaban hasta el último rincón de la antigua mansión de sus padres en Prospect Street, en lo alto de la colina. Con los años, su devoción por las cosas antiguas aumentó; de modo que la historia, la genealogía, el estudio de la arquitectura colonial, el mobiliario y la artesanía acabaron por eclipsar a todo lo demás en su esfera de intereses. Conviene tener presentes estos gustos al considerar su demencia, pues aunque no formen su núcleo esencial, sí desempeñan un importante papel en la superficie. Las lagunas de información que llamaron la atención de los médicos se referían todas a cuestiones modernas y, tal como demostró un hábil interrogatorio, habían sido invariablemente sustituidas por un excesivo aunque disimulado conocimiento de cuestiones pasadas; de modo que daba la impresión de que el paciente se trasladara literalmente a una época anterior mediante alguna oscura forma de autohipnosis. Lo raro era que Ward no parecía preocuparse ya por las antigüedades que tan bien conocía. Por lo visto, había perdido el interés por pura familiaridad, y hacia el final todos sus esfuerzos estaban obviamente concentrados en comprender esos hechos corrientes del mundo moderno que habían sido total e inconfundiblemente suprimidos de su conciencia. Hacía todo lo posible por ocultar tal cosa, pero para cualquiera que lo observara era evidente que todas sus lecturas y conversaciones estaban inspiradas por el frenético deseo de empaparse de conocimientos sobre su propia vida y el contexto práctico y cultural corriente del siglo XX, que debería haber poseído por haber nacido en 1902 y haberse educado en las escuelas de nuestro tiempo. Ahora los médicos quisieran saber cómo, en vista de esa disparidad de datos vitales, se las arregla el fugado para sobrevivir en el complicado mundo de hoy en día; la opinión predominante es que está oculto en algún lugar modesto y sosegado hasta que pueda recobrar la información sobre la vida moderna.

Los médicos no se ponen de acuerdo sobre el inicio de la demencia de Ward. El doctor Lyman la eminente autoridad de Boston, la sitúa en 1919 o 1920, durante el último año de estancia del muchacho en la Moses Brown School, cuando abandonó de pronto el estudio del pasado para embarcarse en el estudio de lo oculto, y se negó a presentarse a los exámenes con la excusa de que tenía cosas mucho más importantes que averiguar por su cuenta. Ciertamente así lo corrobora el cambio de costumbres de Ward y sobre todo su continua búsqueda en los archivos de la ciudad y en los antiguos cementerios de cierta tumba excavada en 1771: la tumba de un antepasado llamado Joseph Curwen, algunos de cuyos documentos afirmaba haber encontrado detrás del enmaderado de una casa muy antigua en Olney Court, en Stampers’ Hill, que, según se sabe, construyó y habitó Curwen. En general, es innegable que en el invierno de 1919-1920 se produjo un gran cambio en Ward, a partir del cual interrumpió sus indagaciones históricas y se dedicó a profundizar en materias ocultas tanto aquí como en el extranjero, con la única variación de esa extraña e insistente búsqueda de la tumba de su antepasado.

No obstante, el doctor Willett discrepa sustancialmente de esta opinión, basándose en su trato constante y cercano con el paciente y en ciertas pavorosas investigaciones y descubrimientos que hizo hacia el final. Dichas investigaciones y descubrimientos le han marcado de tal modo que no puede hablar de ellos sin balbucear y le tiembla la mano cuando intenta ponerlos por escrito. Willett admite que el cambio acontecido en 1919-1920 podría señalar el inicio de una progresiva decadencia que culminó en la horrible y extraña enajenación de 1928, pero apunta que sus observaciones personales le obligan a hacer más distinciones. Aunque admite sin reparos que el muchacho siempre fue de temperamento inestable, y con tendencia al entusiasmo exagerado en su respuesta a los fenómenos que le rodeaban, se niega a aceptar que la primera alteración señalara el verdadero paso de la cordura a la demencia, y la atribuye en cambio a la propia afirmación de Ward de que había descubierto o redescubierto algo cuyo efecto en el pensamiento humano iba a ser profundo y maravilloso. Es seguroque la verdadera demencia llegó con un cambio posterior; después de que descubriera el retrato de Curwen y los documentos antiguos; de que hiciese un viaje a varios lugares desconocidos en el extranjero y entonara ciertas terribles invocaciones en circunstancias extrañas y secretas; de que recibiese ciertas respuestas a dichas invocaciones y escribiese una desquiciada carta bajo circunstancias inexplicables y angustiosas; de la oleada de vampirismo y de las inquietantes habladurías de Pawtuxet, y de que la memoria del paciente empezara a excluir imágenes contemporáneas al tiempo que su voz se iba debilitando y su aspecto físico sufría las sutiles modificaciones que muchos notaron posteriormente.

Sólo entonces, apunta con agudeza el doctor Willett, los rasgos de pesadilla quedaron indudablemente ligados a Ward; y el médico asegura con un escalofrío que hay pruebas lo bastante sólidas para corroborar la afirmación del joven respecto a su crucial descubrimiento. En primer lugar, dos operarios de notable inteligencia vieron los antiguos documentos de Joseph Curwen, el muchacho mostró en una ocasión dichos documentos y una página del diario de Curwen al doctor Willett, y todos y cada uno de ellos parecían auténticos. El hueco en que Ward afirmaba haberlos encontrado era una realidad palpable y Willett tuvo ocasión de hojearlos por última vez en un lugar apenas creíble y cuya existencia es probable que jamás pueda demostrarse. Por otro lado, hay que tener en cuenta las coincidencias y los enigmas de las cartas de Orne y Hutchinson, la cuestión de la caligrafía de Curwen y lo que descubrieron los detectives sobre el doctor Allen; y a todo eso hay que añadir el terrible mensaje en letras minúsculas medievales hallado en el bolsillo de Willett cuando recobró el sentido tras su pavorosa vivencia.

Y lo más concluyente de todo son los espantosos resultados que obtuvo el doctor de cierto par de fórmulas en el curso de sus últimas investigaciones, resultados que prácticamente demostraron la autenticidad de los documentos y de sus monstruosas implicaciones, al tiempo que los arrancaron para siempre del conocimiento humano.


H. P. LOVECRAFT, LA SOMBRA FUERA DEL TIEMPO

 PARTE 1



Después de veintidós años de pesadillas y terrores, de aferrarme desesperadamente a la convicción de que todo ha sido un engaño de mi cerebro enfebrecido, no me siento con ánimos de asegurar que sea cierto lo que descubrí la noche del 17 al 18 de julio de 1935, en Australia Occidental.

Hay motivos para abrigar la esperanza de que mi experiencia haya sido, al menos en parte, una alucinación, desde luego justificada por las circunstancias. No obstante, la impresión de realidad fue tan terrible, que a veces pienso que es vana esa esperanza. Si no he sido víctima de una alucinación, la humanidad deberá estar dispuesta a aceptar un nuevo enfoque científico sobre la realidad del cosmos, y sobre el lugar que corresponde al hombre en el loco torbellino del tiempo.

Deberá también ponerse en guardia contra un peligro que la amenaza. Aunque este peligro no aniquilará la raza entera, acaso origine monstruosos e insospechados horrores en sus espíritus más intrépidos. Por esta última razón exijo vivamente que se abandone todo proyecto de desenterrar las ruinas misteriosas y primitivas que se proponía investigar mi expedición.

Sí, efectivamente, me encontraba despierto y en mis cabales, puedo afirmar que ningún hombre ha vivido jamás nada parecido a lo que experimenté aquella noche, lo cual, además, constituía una terrible confirmación de todo lo que había intentado desechar como pura fantasía. Afortunadamente no hay prueba alguna, toda vez que, en mi terror, perdí el objeto que —de haber logrado sacarlo de aquel abismo— habría constituido una prueba irrefutable. Cuando me enfrenté con aquel horror estaba solo, y hasta la fecha no lo he relatado a nadie. No pude impedir que los demás continuasen excavando endirección a tal objeto, pero la suerte y la arena evitaron accidentalmente que lo encontraran. Ahora debo hacer una relación completa de los hechos, no sólo en beneficio de mi propio equilibrio mental, sino como advertencia para todos los lectores serios.

 

Estas páginas, muchas de las cuales —las primeras sobre todo— resultarán familiares al lector asiduo de la prensa general y científica, están escritas en el camarote del barco que me trae de regreso a casa. Se las entregaré a mi hijo, el profesor Wingate Peaslee, de la Universidad del Miskatonic, único miembro de mi familia que ha permanecido a mi lado durante la extraña amnesia que me afectó durante tanto tiempo y la persona más al tanto de las circunstancias y detalles que concurrieron en mi caso. De todo el mundo, probablemente será él quien menos se burle de lo que voy a contar sobre aquella noche fatal. No le he dicho nada antes de embarcar, porque pienso que es mejor para él revelárselo por escrito. Leyendo y releyendo estas páginas con calma, podrá formarse una idea mucho más exacta y convincente que la que podría proporcionarle en cuatro palabras atropelladas.

Que él haga de este relato lo que crea más conveniente; no me importa que lo dé a conocer, con las debidas aclaraciones, en donde más convenga. Teniendo en cuenta, pues, que quienes lleguen a leerlo pueden no estar al corriente de la fase inicial de mi caso, he hecho un resumen bastante detallado de los antecedentes. 

Me llamo Nathaniel Wingate Peaslee, y quienes recuerden mis artículos periodísticos de hace unos quince años —o los artículos, y cartas que publiqué en revistas de psicología hace un par de lustros— sabrán quién soy. En la prensa aparecieron muchos detalles acerca de la extraña amnesia que me sobrevino entre 1908 y 1913, amnesia que fue relacionada en gran parte con las horrendas tradiciones de brujería existentes en la pagana ciudad de Arkham, Massachusetts que, como ahora, constituía entonces mi lugar de residencia. Con todo, me habría gustado saber si no hubo algún elemento de locura hereditaria en los primeros años de mi vida. Este es un hecho de enorme importancia para mí, ya que si no hubo tal cosa, la sombra de horror que se abatió sobre mí procedía irremisiblemente del exterior.

Puede que los pasados siglos de tinieblas hayan hecho a la ruinosa ciudad de Arkham particularmente vulnerable a ciertas amenazas preternaturales; pero parece dudoso, a la luz de los distintos casos que posteriormente tuve ocasión de estudiar. Sin embargo, hasta donde he podido indagar, mis antecedentes familiares son normales por completo. Lo que sobre mí se abatió provenía del exterior, estoy persuadido de ello, pero aún no me atrevo a afirmar de dónde.

Soy hijo de Jonathan Peaslee y de Hannah Wingate, ambos procedentes de antiguas y sanas familias de Haverhill. He nacido y me he criado en Haverhill —en la vieja mansión de Boardman Street, cerca de Golden Hill— y no fui a Arkham hasta 1895, año en que ingresé en la Universidad del Miskatonic como auxiliar de economía política. Durante los trece años que siguieron, mi vida transcurrió apacible y feliz. En 1896, me casé con Alicia Keezer, natural de Haverhill, y mis tres hijos, Robert, Wingate y Hannah, nacieron en 1898, 1900 y 1903, respectivamente. En 1898 fui ascendido a profesor adjunto y, en 1902, a catedrático. En ninguna ocasión sentí el menor interés por el ocultismo o la psicología patológica. 

La extraña crisis de amnesia me sobrevino un jueves, el 14 de mayo de 1908. Su comienzo fue completamente repentino, aunque más tarde recordé ciertas visiones breves y caóticas que me habían turbado en gran manera horas antes, y que sin duda constituían los síntomas premonitorios. Sentía, además, fuertes dolores de cabeza, y una extraña sensación, totalmente nueva para mí: era como si alguien tratara de apoderarse de mis pensamientos. La cosa me ocurrió a eso de las diez y veinte de la mañana, mientras dictaba una clase de historia y tendencias actuales de la economía política ante numerosos alumnos de tercer año y unos pocos de segundo. Empecé por ver extrañas formas danzantes y a sentir que me encontraba en una habitación desconocida que no era el aula de la Universidad.

Mis pensamientos y discurso se desviaron del tema, y los estudiantes comprendieron que algo grave me ocurría. Entonces, sentado donde estaba, me sumí en un estupor del que nadie podría sacarme. Pasaron cinco años, cuatro meses y trece días, antes de recobrar el uso de mis facultades. Lo que voy a relatar a continuación, como es natural, lo he sabido a través de otras personas. Permanecí en un coma profundo por espacio de dieciséis horas y media, a pesar de ser trasladado a mi casa, Crane Street 27, y de prestárseme una magnífica asistencia médica.

A las tres de la madrugada del día 15 de mayo, abrí los ojos y comencé a hablar; pero el médico y mi familia no tardaron en alarmarse vivamente por el cambio de mi expresión y mi lenguaje. Estaba claro que yo no recordaba mi identidad ni mi pasado, aunque por alguna razón, parecía como si yo pretendiera ocultar esta inmensa laguna de mi memoria. Mi mirada expresaba extrañeza al contemplar a las personas que me rodeaban, y mis músculos faciales ejecutaban gestos desconocidos por completo. Incluso mi habla parecía torpe y extraña. Empleaba mis órganos vocales de modo torpe y vacilante, y mi dicción tenía un tono curioso, como si pronunciase trabajosamente un idioma aprendido en los libros. Mi acento era bárbaro, como el de un extranjero, y mi lenguaje abundaba en arcaísmos y expresiones gramaticalmente incomprensibles.

Unos veinte años después, el más joven de los médicos tuvo ocasión de recordar, impresionado y hasta con cierto horror, una de aquellas extrañas frases mías. Pues últimamente la misma frase que entonces pronuncié ha comenzado a ponerse de moda, primero en Inglaterra y luego en Estados Unidos. A pesar de tratarse de una expresión rebuscada e indiscutiblemente nueva, reproduce hasta en sus más nimios pormenores las mismas palabras del extraño paciente que fui en 1908. Después del ataque no tardé en recobrar la fuerza física, aunque hube de necesitar numerosas sesiones de reeducación antes de lograr emplear coordinadamente mis manos, piernas y aparato locomotor en general. A causa de este y otros obstáculos inherentes a mi cuadro amnésico, estuve sometido durante largo tiempo a rigurosos cuidados médicos. Cuando observé que habían fracasado mis intentos por ocultar la falta de memoria, lo admití abiertamente, y me mostré ansioso de recibir toda clase de información. En efecto, los médicos pudieron comprobar que yo llegué a perder todo interés por mi propia persona tan pronto como me di cuenta de que el caso de amnesia era aceptado como cosa natural.

Observaron que mi máximo interés se orientaba hacia determinadas cuestiones de la historia, de la ciencia, del arte, del lenguaje y de las tradiciones populares —algunas tremendamente oscuras y otras de una simpleza pueril— que, en la mayoría de los casos, yo desconocía por completo. Al mismo tiempo observaron que poseía ciertos conocimientos asombrosos, muchos de ellos casi ignorados por la ciencia. Pero, al parecer, yotrataba de ocultarlos, en vez de exhibirlos. En ocasiones aludía, inadvertidamente y con seguridad inusitada, a acontecimientos ocurridos en edades oscuras, muy anteriores a todos los ciclos aceptados por la historia. Pero al ver la sorpresa que producían, trataba de hacer pasar mis alusiones por una broma. Y mi manera de referirme al futuro causó pavor más de una vez.

Pronto dejé de manifestar esos misteriosos destellos de asombroso saber. Algunos observadores los atribuyeron a una hipócrita reserva por mi parte, más que a una disminución de los excepcionales conocimientos que se vislumbraban tras de mis palabras. Por otra parte, se mantenía mi desmesurada avidez por asimilar la lengua, las costumbres y las perspectivas del mundo en el futuro. Era como si yo fuese un investigador, venido de tierras remotas y extrañas. En cuanto me lo autorizaron comencé a frecuentar asiduamente la biblioteca de la Universidad. Poco después inicié los preparativos de aquellos viajes extraordinarios y aquellos cursos especiales que di en diversas universidades americanas y europeas, que tantos comentarios provocaron a continuación.

En ningún momento perdí contacto con sabios y eruditos, aprovechando que mi caso gozaba de alguna celebridad entre los psicólogos de aquel tiempo. En varias conferencias fui presentado como un caso típico de desdoblamiento de la personalidad, a pesar de que, de vez en cuando, sorprendía a los conferenciantes con algunos síntomas inexplicables o con cierta sombra de ironía cuidadosamente velada. No obstante, casi nadie me demostró simpatía o afecto. Había algo en mi aspecto y en mi manera de hablar, que suscitaba temor y aversión en aquellos con quienes me relacionaba. Era como si yo fuese un ser infinitamente alejado de todo lo equilibrado y normal. Mi presencia les producía una vaga sensación que les hacía pensar en abismos incalculables de distancia. Ni siquiera mi propia familia constituía una excepción. Desde el momento en que me recobré del colapso, mi mujer me miró con extremada aversión y horror, jurando que yo era un desconocido que usurpaba el cuerpo de su marido. En 1910, obtuvo el divorcio judicial, y no consintió en verme ni aun después de haber vuelto a la normalidad, en 1913. Estos sentimientos eran compartidos por mi hijo mayor y mi hija pequeña; desde entonces, no he vuelto a ver a ninguno de ellos.

Sólo mi hijo segundo, Wingate, fue capaz de vencer el terror y la repugnancia que mi cambio despertaba. Se daba cuenta, indudablemente, de que yo era un extraño. Pero, aunque tenía ocho años de edad, mantuvo la firme confianza de que al fin recobraría mi propia identidad. Cuando esto sucedió, vino a buscarme, y los tribunales me confiaron su custodia. Durante los años subsiguientes, me ayudó en los estudios que emprendí, y hoy, con sus treinta y cinco años, es profesor de psicología de la Universidad de Miskatonic. Pero, en verdad, no me sorprende el horror que provocaba a los demás…

Efectivamente, el espíritu, la voz y la expresión del semblante del ser que despertó el 15 de mayo de 1908, no eran de Nathaniel Wingate Peaslee. No pretendo extenderme hablando de mi vida entre 1908 y 1913, ya que los lectores pueden averiguar los pormenores de mi caso consultando —como he tenido que hacer yo mismo— las columnas de periódicos y revistas científicas de esa época. Cuando se me autorizó a disponer de mis propios recursos económicos, me dediqué a viajar y a estudiar en diversos centros culturales. Mis viajes, no obstante, eran en extremo singulares, ya que a menudo suponían prolongadas estancias en parajes remotos y desolados.

En 1909 pasé un mes en el Himalaya. En 1911 llamé la atención sobremanera a causa de la expedición que emprendí, en camello, a los ignorados desiertos de Arabia. Nunca he conseguido saber qué sucedía en aquellos viajes. Durante el verano de 1912 fleté un barco y zarpé con rumbo al Ártico,hasta el norte de archipiélago de Spitzberg. A mi regreso di muestras de decepción. A finales de ese mismo año pasé unas semanas solo, adentrándome por el vasto sistema de cavernas de Virginia occidental, por sus negros laberintos, más allá de donde haya alcanzado jamás la huella del hombre. Nadie se ha atrevido después a repetir esta hazaña. Mis estancias en las universidades se caracterizaban por una asimilación de conocimientos anormalmente rápida, como si mi segunda personalidad tuviera una inteligencia enormemente superior a la mía propia. He descubierto también que mis capacidades de lectura y de estudio eran extraordinarias. Me bastaba con hojear un libro para dominarlo a fondo. Mi habilidad para interpretar figuras complicadas en un instante, era verdaderamente asombrosa.

En ocasiones se llegó a rumorear que yo poseía el poder de influir sobre el pensamiento y la voluntad de los demás, aunque por lo visto, procuraba yo disimular esta facultad. También se habló de mis relaciones con los dirigentes de diversas sectas ocultistas y con eruditos sospechosos de mantener dudosos contactos con los hierofantes de cultos abominables tan antiguos como el mundo. Estos rumores, cuyo fundamento no se pudo demostrar entonces, se veían alentados por la conocida temática de mis lecturas, puesto que en las bibliotecas no se pueden consultar libros raros sin que trascienda el secreto. Hay pruebas palpables —mis anotaciones marginales— de que estudié a conciencia libros tales como el Cultes de Goules del conde d’Erlette, De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn, el Unaussprechlichen Kulten de von Junzt, los fragmentos que se conservan del enigmático Libro de Eibon, y el terrible Necronomicon del árabe loco Abdul Alhazred. Y es innegable, además, que durante el tiempo de mi sorprendente cambio, renació una perversa actividad en numerosos cultos secretos.

En el verano de 1913 comencé a dar muestras de aburrimiento y desinterés, e insinué a varias personas que cabía esperar en mí un pronto cambio. Les dije que volvían a mí algunos recuerdos de mi vida anterior, pero me juzgaron insincero, considerando que todos los detalles que yo mencionaba podían proceder de mis antiguas notas personales. Hacia mediados de agosto regresé a Arkham y abrí mi casa de Crane Street, cerrada durante todo este tiempo. Instalé allí un artefacto de raro aspecto, cuyas piezas habían sido construidas por diferentes fabricantes americanos y europeos de aparatos de precisión, y lo mantuve celosamente oculto de toda persona inteligente que pudiera comprender de qué se trataba. Los pocos que llegaron a verlo —un obrero, una sirvienta y la nueva ama de llaves— decían que era como un armazón de varillas, ruedas y espejos. Tenía unos sesenta centímetros de alto, treinta de ancho y otros treinta de espesor. En el centro tenía instalado un espejo circular convexo. Todo esto ha sido confirmado por los fabricantes de las distintas piezas. La noche del viernes 26 de septiembre despedí al ama de llaves y a la criada hasta el mediodía del día siguiente. Las luces de la casa permanecieron encendidas hasta muy tarde. Un hombre flaco, moreno, de aspecto extranjero,llegó en un automóvil y entró.

Era alrededor de la una, cuando se apagaron las luces. A las dos y cuarto, un policía que pasaba por allí observó que reinaba la tranquilidad más completa. El auto del extranjero seguía estacionado junto a la acera. Pero a eso de las cuatro ya no estaba allí. A las seis de la mañana una voz titubeante y exótica pidió por teléfono al doctor Wilson que viniese a mi casa para sacarme del extraño estado letárgico en que había caído. Esta llamada —hecha desde larga distancia— fue localizada más tarde. La efectuaron desde un teléfono público de la Estación del Norte, de Boston, pero no lograron descubrir el menor rastro del flaco extranjero.

Cuando el doctor llegó a casa me encontró inconsciente en el cuarto de estar, sentado en una butaca, ante la mesa. En su pulimentada superficie había unos arañazos que indicaban el lugar donde se había colocado un objeto de peso considerable. El extraño artefacto había desaparecido y no volvió a saberse de él. Es indudable que se lo había llevado el individuo moreno y flaco que estuvo allí.

En la chimenea de la biblioteca hallaron gran cantidad de ceniza: era todo cuanto quedaba de las anotaciones tomadas por mí durante el periodo de mi enfermedad. El doctor Wilson comprobó que mi respiración era agitada; pero después de una inyección hipodérmica, volvió a hacerse regular. A las once y cuarto de la mañana del día 27 de septiembre experimenté violentas sacudidas, y mi semblante, hasta entonces rígida como una máscara, comenzó a dar muestras de cierta expresividad. El doctor Wilson advirtió que aquella expresión no correspondía ya a mi segunda personalidad. Más bien parecía como si recobrara mi identidad primitiva. Alrededor de las once y media murmuré unas cuantas palabras incomprensibles, sin relación alguna con ningún lenguaje humano. Daba la sensación de que me revolvía contra algo. Luego, justo después de mediodía, cuando ya habían regresado el ama de llaves y la criada, empecé a decir en inglés: —… De los economistas ortodoxos de ese periodo, Jevons representa la tendencia predominante a establecer correlaciones científicas. Su intento de relacionar el ciclo económico de prosperidad y crisis con el ciclo físico de las manchas solares constituye, sin embargo, la cúspide de…Nathaniel Wingate Peaslee había regresado; según su tiempo vital todavía se hallaba en una mañana de 1908, ante sus alumnos de economía política que le escuchaban con atención.

HERMANN HESSE

  Los dos mundos Comienzo mi historia como un acontecimiento de la época en que yo tenía diez años e iba al Instituto de letras de nuestra p...