Los dos mundos
Comienzo mi historia como un acontecimiento de la época en que yo tenía diez años e
iba al Instituto de letras de nuestra pequeña ciudad.
Muchas cosas conservan aún su perfume y me conmueven en lo más profundo con
pena y dulce nostalgia: callejas oscuras y claras, casas y torres, campanadas de reloj y
rostros humanos, habitaciones llenas de acogedor y cálido bienestar, habitaciones llenas
de misterio y profundo miedo a los fantasmas. Olores a cálida intimidad, a conejos y a
criadas, a remedios caseros y a fruta seca. Dos mundos se confundían allí: de dos polos
opuestos surgían el día y la noche.
Un mundo lo constituía la casa paterna; más estrictamente, se reducía a mis padres.
Este mundo me resultaba muy familiar: se llamaba padre y madre, amor y severidad,
ejemplo y colegio. A este mundo pertenecían un tenue esplendor, claridad y limpieza; en
él habitaban las palabras suaves y amables, las manos lavadas, los vestidos limpios y las
buenas costumbres. Allí se cantaba el coral por las mañanas y se celebraba la Navidad.
En este mundo existían las líneas rectas y los caminos que conducen al futuro, el deber
y la culpa, los remordimientos y la confesión, el perdón y los buenos propósitos, el amor
y el respeto, la Biblia y la sabiduría. Había que mantenerse dentro de este mundo para
que la vida fuera clara, limpia, bella y ordenada.
El otro mundo, sin embargo, comenzaba en medio de nuestra propia casa y era
totalmente diferente: olía de otra manera, hablaba de otra manera, prometía y exigía
otras cosas. En este segundo mundo existían criadas y aprendices, historias de
aparecidos y rumores escandalosos; todo un torrente multicolor de cosas terribles,
atrayentes y enigmáticas, como el matadero y la cárcel, borrachos
y mujeres chillonas, vacas parturientas y caballos desplomados; historias de robos,
asesinatos y suicidios. Todas estas cosas hermosas y terribles, salvajes y crueles, nos
rodeaban; en la próxima calleja, en la próxima casa, los guardias y los vagabundos
merodeaban, los borrachos pegaban a las mujeres; al anochecer las chicas salían en
racimos de las fábricas, las viejas podían embrujarle a uno y ponerle enfermo; los
ladrones se escondían en el bosque cercano, los incendiarios caían en manos de los
guardias. Por todas partes brotaba y pululaba aquel mundo violento; por todas partes,
excepto en nuestras habitaciones, donde estaban mi padre y mi madre. Y estaba bien
que así fuera. Era maravilloso que entre nosotros reinara la paz, el orden y la
tranquilidad, el sentido del deber y la conciencia limpia, el perdón y el amor; y también
era maravilloso que existiera todo lo demás, lo estridente y ruidoso, oscuro y brutal, de
lo que se podía huir en un instante, buscando refugio en el regazo de la madre.
Y lo más extraño era cómo lindaban estos dos mundos, y lo cerca que estaban el uno
del otro. Por ejemplo, nuestra criada Lina, cuando por la noche rezaba en el cuarto de
estar con la familia y cantaba con su voz clara, sentada junto a la puerta, con las manos
bien lavadas sobre el delantal bien planchado, pertenecía enteramente al mundo de mis
padres, a nosotros, a lo que era claro y recto. Pero después, en la cocina o en la leñera,
cuando me contaba el cuento del hombrecillo sin cabeza o cuando discutía con las
vecinas en la carnicería, era otra distinta: pertenecía al otro mundo y estaba rodeada de
misterio. Y así sucedía con todo; y más que nada conmigo mismo. Sí, yo pertenecía al
mundo claro y recto, era el hijo de mis padres; pero adondequiera que dirigiera la vista
y el oído, siempre estaba allí lo otro, y también yo vivía en ese otro mundo aunque me
resultara a menudo extraño y siniestro, aunque allí me asaltaran regularmente los
remordimientos y el miedo. De vez en cuando prefería vivir en el mundo prohibido, y
muchas veces la vuelta a la claridad, aunque fuera muy necesaria y buena, me parecía
una vuelta a algo menos hermoso, más aburrido y vacío. A veces sabía yo que mi meta
en la vida era llegar a ser como mis padres, tan claro y limpio, superior y ordenado
como ellos; pero el camino era largo, y para llegar a la meta había que ir al colegio y
estudiar, sufrir pruebas y exámenes; y el camino iba siempre bordeando el otro
mundo más oscuro, a veces lo atravesaba y no era del todo imposible quedarse y
hundirse en él. Había historias de hijos perdidos a quienes esto había sucedido, y yo las
leía con verdadera pasión. El retorno al hogar paterno y al bien era siempre redentor y
grandioso, y yo sentía que aquello era lo único bueno y deseable; pero la parte de la
historia que se desarrollaba entre los malos y los perdidos siempre resultaba más
atractiva y, si se hubiera podido decir o confesar, daba casi pena que el hijo pródigo se
arrepintiese y volviera. Pero aquello no se decía y ni siquiera se pensaba; existía
solamente como presentimiento y posibilidad, muy dentro de la conciencia. Cuando
imaginaba al diablo, podía representármelo muy bien en la calle, disfrazado o al
descubierto, en el mercado o en una taberna, pero nunca en nuestra casa.
Mis hermanas pertenecían también al mundo claro. Estaban, así me parecía a mí, más
cerca de nuestros padres; eran mejores, más modosas y con menos defectos que yo.
Tenían imperfecciones y faltas, pero a mi me parecía que no eran defectos profundos;
no les pasaba como a mí, que estaba más cerca del mundo oscuro y sentía, agobiante y
doloroso, el contacto con el mal. A las hermanas había que respetarías y cuidarlas como
a los padres; y cuando se había reñido con ellas se consideraba uno, ante la propia
conciencia, malo, culpable y obligado a pedir perdón. Porque en las hermanas se ofendía
a los padres, a la bondad y a la autoridad. Había misterios que yo podía compartir mejor
con el más golfo de la calle que con mis hermanas. En días buenos, cuando todo era
radiante y la conciencia estaba tranquila, era delicioso jugar con las hermanas, ser
bueno y modoso con ellas y verse a sí mismo con un aura bondadosa y noble. ¡Así debía
sentirse uno siendo ángel! Era la suma perfección que conocíamos; y creíamos que debía
ser dulce y maravilloso ser ángel, rodeado de melodías suaves y aromas deliciosos como
la Navidad y la felicidad. ¡Y qué pocas veces seguíamos aquellos momentos y aquellos
días! En los juegos -juegos buenos, inofensivos, permitidos- yo era de una violencia
apasionada, que acababa por hartar a mis hermanas y nos llevaba a la riña y al
desastre; y cuando me dominaba la ira, me convertía en un ser terrible que hacia y
decía cosas cuya maldad sentía profunda y ardientemente mientras las hacía y decía.
Luego venían las horas espantosas y negras del arrepentimiento y la contrición, el
momento doloroso de pedir perdón hasta que surgía un rayo de luz, una felicidad
tranquila y agradecida, sin disensión, que duraba horas o instantes.
Yo iba al Instituto de letras. El hijo del alcalde y el del guardabosques mayor eran
compañeros míos de clase y a veces venían a mi casa; eran chicos salvajes pero que
pertenecían al mundo bueno y permitido. A pesar de ello, mantenía amistad estrecha
con chicos vecinos, alumnos de la escuela de primera enseñanza a quienes
generalmente despreciábamos. Con uno de ellos he de empezar mi relato.
Una tarde en que no teníamos clase -andaba yo por los diez años- vagaba con dos
chicos de esta vecindad cuando se nos unió un chico mayor, más fuerte y brutal que
nosotros, de unos 13 años, alumno de la escuela e hijo de un sastre. Su padre era un
bebedor crónico y toda la familia tenía mala fama. Yo conocía bien a Franz Kromer; le
tenía miedo y no me gustó que se uniera a nosotros. Tenía ya modales de hombre e
imitaba los andares y la manera de hablar de los jóvenes obreros de las fábricas. Bajo su
mando descendimos a la orilla del río, junto al puente, y nos ocultamos a los ojos del
mundo bajo el primer arco. La estrecha orilla entre la pared arqueada del puente y el
agua, que fluía lentamente, estaba cubierta de escombros, cacharros rotos y trastos,
ovillos enredados de alambre oxidado y otras basuras. Allí se encontraban de vez en
cuando cosas aprovechables; bajo la dirección de Franz Kromer nos pusimos a registrar
el terreno para traerle lo que encontrábamos. Franz Kromer se lo guardaba o lo tiraba al
agua. Nos llamaba la atención sobre objetos de plomo o zinc, y luego se lo guardaba
todo, hasta un viejo peine de concha. Yo me sentía muy cohibido en su compañía; y no
porque supiera que mi padre me prohibiría tratarme con él si se enteraba, sino por
miedo a Franz mismo. Sin embargo, estaba contento de que me aceptara y me tratara
como a los demás. Franz daba las órdenes y nosotros obedecíamos como si aquello
fuera una vieja costumbre, aunque en verdad era la primera vez que estaba con él.
Por fin nos sentamos en el suelo. Franz escupía al agua, haciéndose el hombre;
escupía por el colmillo y daba siempre en el blanco. Se inició una conversación y los
chicos empezaron a fánfarronear de sus hazañas escolares y sus travesuras. Yo me
callaba, pero temía llamar la atención con mi silencio y despertar la ira de Kromer.
Desde un principio mis dos compañeros se habían apartado de mí y unido a él. Yo era un
extraño entre ellos y sentía que mis vestidos y mi manera de comportarme les
provocaban. Era imposible que Franz me aceptara a mí, niño bien y alumno del
Instituto; los otros dos chicos -yo me daba cuenta- renegarían de mí en el momento
decisivo y me dejarían en la estacada.
Por fin, de puro miedo que tenía, empecé también a contar. Me inventé una historia
de ladrones y me adjudiqué el papel de héroe principal. Les conté que en un huerto
cerca del molino había robado por la noche, con la ayuda de un amigo, un saco de
manzanas; pero no de manzanas corrientes sino de reinetas y verdes doncellas de las
más finas. Huyendo de los peligros del momento me refugié en aquella historia, ya que
inventar y narrar me resultaba fácil. Tiré de todos los registros con tal de no terminar en
seguida y quizás enredarme en cosas peores. Uno de nosotros, seguí contando, tenía
que hacer de guardia mientras el otro, subido en el árbol, tiraba las manzanas. El saco
pesaba tanto que al final tuvimos que abrirlo y dejar allí la mitad del contenido; pero al
cabo de media hora volvimos por el resto.
Al terminar mi relato esperé algún aplauso; al fin y al cabo, había entrado en calor
dejándome arrastrar por la fantasía. Sin embargo, los dos chicos más pequeños se
quedaron callados, a la expectativa, y Franz Kromer, observándome con ojos
escrutadores, me preguntó en tono amenazador:
- ¿ Eso es verdad?
-Sí -contesté.
-¿De veras?
-Sí, de veras -aseguré, mientras el miedo me ahogaba.
-¿Lo puedes jurar?
Me asusté mucho, pero dije en seguida que sí.
-Entonces di: lo juro por Dios y mi salvación eterna.
Yo repetí:
-Por Dios y mi salvación eterna.
-Bien -dijo, y se apartó de mí.
Yo pensé que con esto me dejaría en paz; y me alegré cuando se levantó, poco
después, y propuso regresar. Al llegar al puente dije tímidamente que tenía que irme a
casa.
-No correrá tanta prisa -rió Franz-, llevamos el mismo camino.
Franz seguía caminando lentamente y yo no me atreví a escaparme, porque en
verdad íbamos hacia mi casa. Cuando llegamos y vi la puerta con su grueso picaporte
dorado, la luz del sol sobre las ventanas y las cortinas del cuarto de mi madre, respiré
aliviado. La vuelta a casa. ¡Venturoso regreso a casa, a la luz, a la paz!
Abrí rápidamente la puerta, dispuesto a cerrarla detrás de mí, pero Franz Kromer se
interpuso y entró conmigo. En el zaguán fresco y oscuro, que recibía sólo un poco de luz
del patio, se acercó a mí y, cogiéndome del brazo, dijo:
-Oye, no tengas tanta prisa.
Le miré asustado. Su mano atenazaba mi brazo con una fuerza de hierro. Me
pregunté qué se propondría y si quizá me quería pegar. Si yo gritara ahora, pensé, si
gritara fuerte, ¿bajaría alguien tan de prisa como para salvarme? Pero no lo hice.
-¿Qué pasa? -pregunté-. ¿Qué quieres?
-Nada especial. Quería preguntarte algo. Los otros no necesitan enterarse.
-¡Ah, bueno! ¿Qué quieres que te diga? Tengo que subir.
-Tú sabes a quién pertenece el huerto junto al molino, ¿verdad? -dijo Franz muy bajo.
-No lo sé. Creo que al molinero.
Franz me había rodeado con el brazo y me atrajo a sí de tal manera que tenía que
mirarle a la cara muy de cerca. Sus ojos tenían un brillo maligno, sonreía torvamente y
su rostro irradiaba crueldad y poder.
-Oye, pequeño, te diré de quién es el huerto. Hace tiempo que sé lo del robo de las
manzanas y que el propietario ha prometido dos marcos al que le diga quién robó la
fruta.
-¡Santo Dios! -exclamé-. ¿Pero no irás a decírselo?
Me di cuenta de que no serviría de nada apelar a su sentido del honor. Pertenecía al
«otro» mundo; para él la traición no era un crimen. Lo sabía perfectamente. En estas
cosas la gente del «otro» mundo no era como nosotros.
-¿No decir nada? -rió Kromer-. Amigo, ¿crees que falsifico monedas y que puedo
fabricar de dos marcos cuando quiera? Soy bastante pobre, no tengo un padre rico como
tú; y si puedo ganarme dos marcos aprovecho la ocasión. Quizá me dé aún más. Me
soltó de pronto. Nuestro zaguán no olía ya a paz y a seguridad. El mundo se desmoronó
a mi alrededor. Me denunciaría; yo era un delincuente. Se lo dirían a mi padre y quizá
vendría hasta la policía a casa. Me amenazaban todos los horrores del caos; todo lo feo
y todo lo peligroso se alzaba contra mí. Que en realidad yo no hubiera robado, carecía
de importancia. Y además había jurado. ¡Dios mío! ¡Dios mío!
Me brotaron las lágrimas. Se me ocurrió que podría pagarle mi rescate y busqué
desesperadamente en mis bolsillos. Ni una manzana, ni una navaja: no tenía nada.
Entonces me acordé de mi reloj, un viejo reloj de plata que no funcionaba y que yo
llevaba por llevar. Había pertenecido a nuestra abuela. Lo saqué rápidamente.
-Kromer -dije-, escucha, no me denuncies, no estaría bien. Toma, te regalo mi reloj,
no tengo otra cosa. Te lo puedes quedar. Es de plata, y la maquinaria es buena; tiene
sólo un pequeño fallo, pero se puede arreglar.
Kromer sonrió y tomó el reloj con su manaza. Miré aquella mano y me di cuenta de lo
brutal y hostil que me era, de cómo amenazaba mi vida y mi paz.
-Es de plata -dije tímidamente.
-Me importa tres pitos tu plata y tu reloj -dijo con profundo desprecio-. Arréglalo tú.
-¡Pero, Franz! -grité, temblando y temiendo que se fuera-. ¡ Espera, toma el reloj!
¡Es de plata, de verdad, y no tengo otra cosa!
Me miró fría y despectivamente.
-Bueno, ya sabes dónde voy a ir. O también se lo puedo decir a la policía. Conozco
bien al sargento.
Se volvió para salir y yo le retuve por la manga. Aquello no podía suceder. Hubiera
preferido antes morir que tener que soportar todo lo que pasaría si él se iba.
-Franz -imploré ronco de excitación-, ¡no hagas tonterías! Es sólo una broma, ¿ no?
-Sí, una broma; pero puede salirte muy cara.
-Dime lo que tengo que hacer, Franz. Haré lo que sea.
Me miró de arriba abajo guiñando los ojos y volvió a reírse.
-¡No seas tonto! -dijo con falsa amabilidad-. Tú sabes tan bien como yo de qué se
trata. Puedo ganarme dos marcos, y yo no soy un rico como tú para tirarlos. Tú lo
sabes. Eres rico, tienes hasta un reloj. No necesitas más que darme esos dos marcos, y
todo irá sobre ruedas.
Ahora comprendí la lógica. Pero ¡dos marcos! Para mí era tanto y tan imposible como
diez, cien o mil marcos. Yo no disponía de dinero. Tenía una hucha, que estaba en el
cuarto de mi madre, en la que había algunas monedas, de las visitas de los tíos y de
otras ocasiones parecidas. Aparte de esto, no tenía nada. Por entonces no me daban aún
dinero para mis gastos.
-No tengo nada -dije tristemente-. No tengo dinero. Pero te daré todo lo que tengo:
un libro de indios, y soldados, y una brújula. Ahora te los bajo.
Kromer sólo torció su boca agresiva y peligrosa y escupió en el suelo.
-No digas estupideces -dijo en tono imperativo-. Puedes guardarte todas tus
porquerías. ¡Una brújula! Mira, no hagas que me enfade y dame el dinero.
-¡Pero si no tengo! No me dan nada. ¡No tengo la culpa!
-Bueno, tú tráeme mañana los dos marcos. Te espero después del colegio en el
mercado. Asunto terminado. Si no me traes el dinero, ¡prepárate!
-¿Pero de dónde voy a sacarlo? ¡Por Dios, si no lo tengo!
-En tu casa hay dinero de sobra. Arréglatelas como puedas; así que mañana después
del colegio. Y te aseguro que si no me lo traes...
Me lanzó una mirada terrible, escupió otra vez y desapareció como una sombra.
No podía subir a casa. Mi vida estaba destrozada. Pensé escaparme para no volver
más o tirarme al río; pero no eran ideas claras. Me senté a oscuras en el último peldaño
de la escalera, me hice un ovillo y me entregué a mi desgracia. Allí me encontró llorando
Lina, cuando bajó a coger leña con una cesta.
Le pedí que no dijera nada y subí. En el perchero, junto a la puerta de cristal,
colgaban el sombrero de mi padre y la sombrilla de mi madre; el hogar y la ternura me
salían al encuentro en aquellos objetos, y mi corazón les saludó agradecido y suplicante,
como el hijo pródigo a las viejas estancias de la casa paterna. Pero todo aquello ya no
me pertenecía; era el mundo claro de los padres y yo me había hundido profunda y
culpablemente en el torrente desconocido. Me había enredado en la aventura y el
pecado, me amenazaba el enemigo, y me esperaban peligros, miedo y vergüenza. El
sombrero y la sombrilla, el viejo suelo de ladrillo, el gran cuadro sobre el armario del
pasillo, y desde el cuarto de estar la voz de mis hermanas mayores: todo aquello me
resultaba más querido, más delicado y valioso que nunca, pero ya no era un consuelo y
un bien seguro, sino un vivo reproche. Esto ya no era mío; yo no podía participar más
de su alegría y tranquilidad. Llevaba en las botas barro que no podía limpiar en el
felpudo, y traía conmigo sombras de las que el mundo del hogar nada sabía. Cuantos
secretos y temores había yo tenido, habían sido un juego y una broma comparado con lo
que traía hoy a estas habitaciones. El destino me perseguía; hacia mí se tendían unas
manos de las que mi madre no podía protegerme y de las que nada debía saber. Que mi
delito fuera hurto o mentira -¿no había jurado por Dios y mi salvación?- importaba poco.
Mi pecado no era esto o aquello; mi pecado era haber dado la mano al diablo. ¿Por qué
había ido con ellos? ¿Por qué había obedecido a Kromer en vez de a mi padre? ¿Por qué
había inventado la historia del robo? ¿Por qué me había vanagloriado de un delito como
si se tratara de una hazaña? Ahora el diablo me tenía agarrado por la mano; ahora el
enemigo me perseguía.
Por un momento no sentí miedo por el día siguiente sino la terrible certidumbre de
que mi camino iba cuesta abajo, hacia las tinieblas. Sentía claramente que a mi delito
seguirían forzosamente otros, que mi presencia ante mis hermanas, mi saludo y mis
besos a mis padres eran mentira porque yo llevaba en mí un destino y un secreto que
escondía ante ellos.
Durante un instante tuve un destello de confianza y esperanza al ver el sombrero de
mi padre. Podía decirle todo y aceptar su sentencia y su castigo; podía hacerle mi
confidente y mi salvador. Esto sólo significaría una penitencia, como lo había hecho
muchas veces, una hora difícil y amarga, un pedir perdón arrepentido y contrito.
¡Qué dulce me parecía aquello! ¡Cómo deseaba hacerlo! Pero era imposible. Sabía que
no lo haría. Sabía que ahora guardaba un secreto, una culpa que tenía que llevar yo
solo. Quizá me encontraba ahora en un momento crucial; quizás iba a pertenecer desde
ahora al mundo de los malos, a compartir secretos con los malvados, a depender de
ellos, a obedecerles y a convertirme en uno de ellos. Había jugado a ser hombre y héroe
y ahora tenía que soportar las consecuencias.
Me gustó que, al entrar, mi padre se fijara en mis zapatos mojados. Aquello distraería
su atención; así no se daría cuenta de lo peor y yo podía cargar con una reprimenda que
en secreto trasladaba a la otra culpa. Al mismo tiempo surgió en mí un extraño y nuevo
sentimiento lleno de espinas. ¡Me sentía superior a mi padre! Sentí durante un momento
cierto desprecio por su ignorancia; su reprensión por las botas mojadas me parecía
mezquina. «¡Si tú supieras!», pensaba yo como un criminal al que interrogan por un
panecillo robado, mientras él tiene asesinatos sobre su conciencia. Era un sentimiento
feo y repulsivo pero muy fuerte y con un profundo encanto y que me encadenaba con
fuerza a mi secreto y a mi culpa. Quizá, pensaba yo, Kromer ha ido ya a la policía y me
ha denunciado; los nubarrones empiezan a amontonarse sobre mi cabeza y aquí me
tratan como a un chiquillo.
De toda esta vivencia, de cuanto va relatado hasta aquí, constituyó este momento lo
más importante y perdurable. Fue el primer resquebrajamiento de la divinidad del padre,
el primer golpe a los pilares sobre los que había descansado mi niñez y que todo hombre
tiene que destruir para poder ser él mismo. Estos acontecimientos, que nadie ve, forman
la línea interior y esencial de nuestro destino. El desgarrón cicatriza y se olvida, pero en
el interior del ser continúa existiendo y sangrando. A mí mismo me dio en seguida miedo
del nuevo sentimiento, y me hubiera tirado al suelo para besar a mi padre los pies y
pedirle perdón. Pero no se puede pedir perdón por algo esencial; y eso lo siente y sabe
un niño tan profundamente como un sabio.
Tenía necesidad de pensar sobre este asunto y trazar caminos para el día siguiente;
pero no pude hacerlo. Me pasé toda la tarde intentando acostumbrarme al ambiente
transformado que reinaba en nuestro cuarto de estar. El reloj y la mesa, la Biblia y el
espejo, la librería y los cuadros se despedían de mí; con el corazón helado, me veía
obligado a contemplar cómo mi mundo y mi vida feliz y buena se transformaban en
pasado y se desligaban de mí. Me veía sujeto por nuevas y absorbentes raíces al mundo
extraño y tenebroso. Descubrí el gusto de la muerte; y la muerte sabe amarga porque
es nacimiento, porque es miedo e incertidumbre ante una aterradora renovación.
Por fin, llegó la hora de acostarme. Pero antes, como último purgatorio, tuve que
aguantar las oraciones de la noche, en las que se cantó una de mis oraciones preferidas.
Yo no canté; cada tono era como hiel y veneno para mí. Tampoco recé con ellos; y
cuando mi padre pronunció la acción de gracias y terminó con las palabras:
«Tu espíritu esté con nosotros», un impulso me apartó de su comunidad. La gracia de
Dios estaba con todos ellos pero no conmigo. Me fui a mi cuarto aterido y
profundamente cansado.
En la cama, después de un rato, cuando el calor y la seguridad me envolvían
cariñosamente, mi corazón volvió otra vez a la angustia, revoloteando temeroso en
torno a lo que había pasado. Mi madre acababa de darme las buenas noches, como
siempre; sus pasos aún resonaban en la habitación y el resplandor de su vela aún
refulgía en la puerta entreabierta. «Ahora -pensé-, ahora vendrá otra vez. Se ha dado
cuenta de todo. Me dará un beso, me preguntará con bondad y comprensión y entonces
podré llorar. Se me derretirá el hielo que tengo en la garganta, la abrazaré y se lo diré
todo. Entonces, todo volverá a la normalidad. ¡Será la salvación!» Cuando la rendija de
la puerta volvió a quedar a oscuras, estuve un rato escuchando, convencido de que tenía
que suceder así por fuerza.
Luego volví a mis penas y me enfrenté con mi enemigo. Le veía claramente. Tenía
guiñado un ojo, su boca reía brutalmente y, mientras yo le miraba, seguro de que no
podía escapar, él crecía y se hacía cada vez más horrible y sus ojos malvados lanzaban
destellos diabólicos. Estuvo junto a mí hasta que me dormí; y entonces no soñé con él ni
con las cosas de aquel día sino que mis padres, mis hermanas y yo íbamos en una barca
y nos rodeaba la paz y la luz de un día de vacaciones. En medio de la noche me
desperté, con el sabor de la felicidad aún en la boca; todavía veía brillar los trajes
blancos de mis hermanas bajo el sol. Pero me precipité desde aquel paraíso a la realidad
y de nuevo me encontré, cara a cara, con el enemigo de los ojos malvados.
Por la mañana, cuando mi madre entró presurosa diciendo que era tarde y
preguntándome por qué estaba aún en la cama, tenía yo muy mala cara. Al
preguntarme si me pasaba algo, vomité.
Parecía que con aquello ganaba algo. Me gustaba estar un poco enfermo y pasarme
una mañana entera en la cama, tomando manzanilla y escuchando cómo mi madre
arreglaba el cuarto de al lado y Lina recibía al carnicero en el pasillo. Una mañana sin
colegio era algo maravilloso y legendario. El sol jugueteaba en la habitación, pero no era
el mismo sol contra el que se bajaban las cortinas verdes en el colegio. Sin embargo,
todo aquello no tenía hoy el sabor de otras veces y me sonaba a falso.
¡Ojalá me hubiera muerto! Pero sólo me sentía un poco mal, como muchas veces me
había sentido, y con eso no se arreglaba nada. Sí; me salvaba del colegio, pero no me
salvaba de Kromer, que me esperaría a las once en el mercado. El cariño de mi madre
no me consolaba; me molestaba y me dolía. Me hice el dormido y me puse a pensar. No
había salida: a las once tenía que estar en el mercado. A las diez me levanté y dije que
estaba mejor. Me contestaron, como siempre en estos casos, que me volviera a la cama
y que si no tendría que ir al colegio por la tarde. Dije que iría de buena gana al colegio.
Ya tenía trazado un plan.
Sin dinero no podía presentarme a Kromer. Tenía que hacerme con la hucha, que al
fin y al cabo me pertenecía. No contenía dinero suficiente, eso ya lo sabía; pero algo era,
y un presentimiento me decía que mejor era eso que nada y que así Kromer se
apaciguaría.
Tuve una sensación malísima al entrar en calcetines en el cuarto de mi madre para
sacar la hucha de su escritorio. Pero no era una sensación tan insoportable como la de
ayer. Los latidos del corazón casi me ahogaban, y no me fue mejor cuando descubrí en
el zaguán que la hucha estaba cerrada. Era fácil abrirla: sólo había que romper una fina
rejilla de hojalata; pero me dolió hacerlo porque con ese acto había cometido realmente
un robo. Hasta ahora sólo había goloseado terrones de azúcar y fruta. Esto, sin
embargo, era robar, aunque fuera mi dinero. Me di cuenta de que había dado un paso
más hacia Kromer y su mundo, de que iba poco a poco cuesta abajo, pero me obstiné en
ello. ¡Al diablo todo! Ahora no podía volverme atrás. Conté el dinero con miedo. En la
hucha hacía mucho ruido, pero ahora en la mano era una miseria: 65 céntimos. Escondí
la hucha bajo la escalera y con el dinero en la mano salí de la casa, con una sensación
totalmente nueva... Arriba alguien me llamaba, o eso me pareció; eché a andar de prisa.
Aún tenía mucho tiempo por delante y fui dando rodeos por las callejas de una ciudad
transformada, bajo nubes nunca vistas, ante edificios que me observaban y entre
personas que sospechaban de mí. En el camino me acordé de que un compañero mío
había encontrado un día un táler en el mercado de ganado. De buena gana hubiera
rezado para que Dios hiciera un milagro y me permitiera un descubrimiento así. Pero yo
no tenía derecho a rezar. Además, eso no hubiera arreglado la hucha rota.
Franz Kromer me vio venir de lejos, pero se acercó lentamente y como si no me
viera. Cuando llegó a mime hizo un gesto para que le siguiera, bajó por la Strohgasse,
cruzó el puente y siguió caminando hasta que se detuvo cerca de un edificio en
construcción, ya en las afueras. Nadie estaba trabajando en la obra; los muros se
levantaban desnudos, sin ventanas ni puertas. Kromer echó un vistazo a su alrededor y
entró por una puerta. Yo le seguí. Se paró detrás de un muro, me llamó y tendió la
mano.
-¿Qué, lo traes? -preguntó fríamente.
Saqué el puño del bolsillo y dejé caer mi dinero en la palma de su mano. Antes de
que hubiera caído la última moneda, ya lo había contado.
-Son sesenta y cinco céntimos -dijo, y me miró.
-Sí -contesté tímidamente-. Es todo lo que tengo; no es bastante, ya lo sé. Pero es
todo. No tengo más.
-Te creía más listo -me replicó casi con bondad-. Entre hombres de honor tiene que
haber orden. No quiero aceptar nada de ti que no sea justo, tú lo sabes. ¡Toma tus
perras! El otro, ya sabes quién, no intentará regatear conmigo. Ese paga.
-¡Pero no tengo más! Son todos mis ahorros.
-Eso es cosa tuya. Pero vamos, no quiero hacerte daño. Me debes aún un marco y
treinta y cinco céntimos. ¿Cuándo me los vas a dar?
-Los tendrás, Kromer. ¡Seguro! Aún no sé cuándo, pero quizá tenga pronto dinero,
mañana o pasado. Comprenderás que no puedo decírselo a mi padre.
-A mí eso no me importa. Pero ya sabes que no quiero hacerte daño. Yo podía tener
ese dinero antes del mediodía, y ya sabes que soy pobre. Tú tienes trajes bonitos y te
dan mejor comida que a mí. Pero no voy a decir nada. Esperaré un poco. Pasado
mañana te llamaré por la tarde, y me lo traes. ¿Conoces bien mi silbido? Me silbó una
señal que ya había oído muchas veces.
-Sí -dije-, ya sé.
Se marchó como si yo no tuviera nada que ver con él. Aquello había sido un negocio y
nada más.
Hoy todavía me asustaría el silbido de Kromer si lo oyera inesperadamente. Desde
aquel día lo tuve que escuchar muchas veces; me daba la impresión de oírlo
constantemente, sin cesar. No había lugar, juego, trabajo o pensamiento adonde no
llegara ese silbido que me esclavizaba y que era mi destino. A menudo bajaba yo en las
tardes suaves y multicolores de otoño a nuestro pequeño jardín, que tanto me gustaba,
y un extraño impulso me llevaba a los juegos infantiles de épocas pasadas; jugaba a ser
un niño mas pequeño de lo que yo era y que aún era bueno, libre, inocente y protegido.
En medio de los juegos sonaba desde cualquier parte el silbido de Kromer, siempre
esperado pero siempre terriblemente inquietante e inoportuno, rompiendo la paz,
destruyendo mis pensamientos. Entonces tenía que salir y seguir a mi verdugo a sitios
apartados y feos, justificarme ante él y escuchar sus amenazadoras peticiones de
dinero. Todo esto duraría unas semanas, pero a mí me pareció que fueron años, una
eternidad. Raras veces conseguía dinero: de vez en cuando, alguna perra que robaba en
la cocina, cuando Lina dejaba allí la bolsa de la compra. Kromer siempre me reñía y me
hundía en su desprecio, diciendo que yo quería engañarle y estafarle, que era yo quien
le robaba lo suyo y le hacía desgraciado. Nunca, en toda mi vida, he sentido la desdicha
tan cerca del corazón; nunca he sentido mayor desesperanza ni mayor dependencia.
Había llenado la hucha de fichas de jugar y la había vuelto a dejar en su Sitio. Nadie
preguntó por ella. Pero también aquello podía venírseme encima cualquier día. Más que
al silbido brutal de Kromer temía yo a mi madre cuando se acercaba a mi suavemente:
¿vendría acaso a preguntarme por la hucha?
Como muchas veces me presentaba ante mi verdugo sin dinero, éste empezó a
atormentarme y a utilizarme de otra manera. Me hacía trabajar para él. Me obligaba a
hacer en su lugar los recados que le encargaba su padre, o me mandaba a hacer algo
difícil como saltar diez minutos a la pata coja o colgar a un transeúnte un monigote en la
espalda. Estos suplicios se prolongaban muchas noches en los sueños y yo me
despertaba empapado de sudor.
Durante un tiempo caí enfermo. Durante el día vomitaba a menudo y tenía frío; por la
noche, sin embargo, tenía fiebre y sudores. Mi madre se daba cuenta de que algo no iba
bien y me demostraba un cariño tan grande que me martirizaba, ya que no podía
corresponderle con franqueza.
Una vez mi madre me trajo un trocito de chocolate a la cama. Aquello era un
recuerdo de años pasados, cuando solía recibir estas pequeñas sorpresas si había sido
bueno. Me dolió tanto el recuerdo que sólo pude mover la cabeza. Ella me preguntó qué
me pasaba y me acarició el pelo. Sólo pude responder: «Nada, nada. No quiero que me
des nada.» Dejó el chocolate en la mesilla y salió de la habitación. Cuando al día
siguiente me quiso interrogar sobre lo sucedido, hice como si no me acordara de ello. Un
día trajo al médico, que me hizo un reconocimiento y me recetó abluciones frías por la
mañana.
Mi estado durante aquel tiempo era una especie de desquiciamiento. En medio de la
paz ordenada de nuestra casa yo vivía atemorizado y torturado como un fantasma; no
participaba en la vida de los demás y raras veces me olvidaba de mí mismo. Con mi
padre, que muchas veces me interrogaba irritado, me mostraba frío y hermético.
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